domingo, 4 de noviembre de 2012

                                        La segunda parada





Abrió las ventanas del dormitorio de par en par y sus goznes chirriaron su quejumbrosa canción de óxido lentamente, como si fueran estas y no él, las que despertaran de un largo sueño. Aún era de noche, aunque no tardaría demasiado en empezar a clarear. Ricardo respiró lenta e ininterrumpidamente el aire húmedo y pesado de la ciudad infinita y supo que debía partir cuanto antes. Necesitaba ver el mar, pero ese mar, no otro.

Diez años habían pasado ya desde el último viaje de Buenos Aires a Mar de Ajó. Luego vino la anciana Europa y el ritmo no menos frenético de sus grandes urbes que le resultó menos agobiante que el de su Buenos Aires natal, si, pero quizás fue tan sólo por el hecho de haber cambiado de hábitat, por el meloso sabor de lo nuevo o por la excusa autoimpuesta para justificar el desarraigo.

A tantos miles de kilómetros de su patria, curiosamente no conseguía recordar con claridad lo último que había vivido en ella, y eran los recuerdos más viejos los que cobraban color e inundaban de aromas lejanos y calidez las horas de su exilio.

¿Como era posible olvidar los mágicos momentos de su niñez? Más de una vez había intentado cerrar las puertas que había atravesado y cuando creía haberlo conseguido, un viento fuerte, fresco y con olor a mar, las abría con fuerza haciendo crujir su madera.

Mientras sorbía lentamente el mate y comía los bizcochos de grasa que había comprado anoche en la panadería de la vuelta de casa, no pudo reprimir un acceso de risa. Los bizcochos de la panadería del barrio eran quizás los más malos que había probado en su vida, y seguían tal cual los recordaba. Alguna vez se había quejado por ello, aunque ahora eso no importaba.

Su mirada se perdió en los viejos estantes de cocina que alguna vez estuvieron llenos de botes con las galletas que hacía su madre, o con los deliciosos bollos que hacía su abuela y cuya receta jamás reveló. Se imaginó subiendo y bajando de una banqueta que ahora no necesitaba para llegar a alcanzar aquellas maravillas. La casa hacía un tiempo que estaba desocupada y llevaba más de un año en venta, aunque no había aparecido ningún candidato en firme. “Es como si me hubiera estado esperando”, pensó Ricardo.  Pero los recuerdos que acumulaban esas paredes se empequeñecían casi hasta desaparecer ante las imágenes y sensaciones que aún lo sacudían de los veranos en la costa. Y de todos esos recuerdos, el que ahora irrumpía con una fuerza dulcemente arrolladora, era el del viaje de ida.

Ya tenía todo preparado para el viaje, hasta el coche. Su tío le había recomendado que alquilase uno nuevo, para ir más seguro. Ante su negativa le ofreció su nuevo coche, él se quedaría con el viejo ya que por un par de días ni siquiera lo echaría en falta.

Pero Ricardo quería el viejo Torino. No era el mismo que tuvo alguna vez su padre, pero era otra joya del 73, que aún rodaba gracias a las habilidades de su tío Quique como mecánico. El coche estaba bien, si, le dijo Quique, ya que lo había restaurado con mucho mimo, pero no sabía si haría un viaje de 400 kilómetros sin problemas.

Apenas empezaba el cielo a pintarse con los primeros reflejos del pálido sol de otoño y Ricardo ya tenía todo lo necesario cargado en el Torino.  Abrió la enorme puerta de la cupé y se sentó en el asiento del conductor. Ese era un sitio que había ocupado alguna vez, pero recordaba que apenas si llegaban a asomarle un par de pelos por encima del tablero. Palpó la suavidad y calidez del volante de madera y se hundió lenta y suavemente en sus asientos  de color beige. Era casi idéntico al coche de su padre, aunque aquel, claro está, parecía en el recuerdo infinitamente más grande. Con una actitud casi ceremonial introdujo la llave en el contacto, la giró y casi inmediatamente apretó el acelerador. El motor rugió hambriento de gasolina.  El coche se balanceaba cada vez que su pie se hundía el acelerador. Puso primera y viajó muy atrás en el tiempo.

Dejar a sus espaldas el laberinto de cemento de la gran ciudad no le supuso motivo de tristeza alguno, sino todo lo contrario. Bajó la ventanilla del coche y dejó que entrara el aire más puro de los primeros campos mientras transitaba por la autopista. Había seleccionado un buen número de viejos casetes, que había encontrado en una caja llena de polvo,  para hacer el viaje más nostálgico aún. Su tío le había dicho que el reproductor del coche aún funcionaba perfectamente.  La vacilante y emotiva voz de Serrat le trajo muchos recuerdos de los viajes a la costa. Lo vio a su padre conduciendo mientras su madre le servía unos mates. Él y su hermano menor viajaban en los asientos traseros y raramente estaban quietos. No paraban de pedirle a su madre zumo, bizcochos o bocadillos, o alguna revista con la cual entretenerse. Algunas veces revolucionaban la parte trasera del coche, tirando cosas o luchando, lo que provocaba en más de una ocasión la bronca de sus padres al empujarles los asientos delanteros, o al superar el nivel soportable de decibelios dentro del habitáculo. El viaje no era tan largo, pero en aquella época parecía durar una eternidad. Paraban en dos ocasiones, a veces una, y el sitio era quizás lo más importante del viaje. De todas las paradas del  camino había dos que eran sus favoritas, una estaba a medio camino y era como un gran rancho de paredes rosadas y techo de tejas, con enormes mesas decoradas con mosaicos en la parte de fuera. Era una parada muy conocida, famosa por los quesos y dulces en almíbar que allí se compraban. Siempre había algún perro viejo deambulando por allí al que rascarle el lomo o algún insecto extraño para la interminable colección de su hermano.

La voz clara y perentoria de su padre avisaba de la inminente partida. Ya habían hecho medio viaje. “¿Cuánto falta para llegar?” preguntaban ansiosos los tripulantes, aunque ya sabían la respuesta de antemano.

“Dos horas y media, tres a lo sumo” decía su padre y a Ricardo se le antojaba una eternidad. “Si quieren hacer pis; vayan ahora que no paro más”, avisaba muy serio, aunque su madre siempre necesitaba una parada más. Él aguantaba en silencio, rogando que su padre detuviese el coche, intentando distraerse y sin atreverse a decirle que no podía más, que su vejiga iba a reventar en cualquier momento. Pensando en aquellos momentos mientras conducía, Ricardo intentó entender el porque se su sufrimiento y pensó que quizás era simplemente por no fallarle a su padre. ¡Vaya tontería! Como cambia la perspectiva de las cosas con el correr de los años, se dijo.

Serrat aceleró su cantar y de pronto se quedó en silencio. Ricardo sacó el casete y aún cuando este estaba a varios centímetros del reproductor la cinta aún permanecía dentro, a mitad de camino entre “No hago otra cosa que pensar en ti” y “Hoy puede ser un gran día”. Venía bien preparado. Cogió al azar otro casete y lo puso, rogando que el reproductor no se devorase la cinta esta vez.  Era el de “Fiebre de sábado noche”. Aún más recuerdos que estaban allí, en estado latente, afloraron.

“Fever night, fever night feveeer…” cantaba con la cabeza fuera de la ventanilla y las pestañas se le doblaban por la fuerza del viento. Con uno de sus oídos escuchaba el rugir de los viejos aunque aún firmes 205 caballos de potencia del motor, con el otro la voz en falsete de los Bee Gees.  De pronto algo movió las capas de aire y su coche se sacudió con violencia. Una enorme mole que pasaba a escasos centímetros de su cabeza tapó el sol durante unos instantes. El bus de larga distancia lo adelantó sin ninguna dificultad, dejándole detrás en cuestión de segundos. Miró el velocímetro. Apenas si llegaba a los 110 kilómetros por hora. Su tío le había advertido que no rebasase esa velocidad, por que el motor podía recalentarse. Lo mejor sería detenerse para comprobar el agua y echarle algo de gasolina al coche, aunque lo segundo no parecía ser motivo de preocupación ya que había visto infinidad de sitios en donde repostar; algo que, según el recordaba de antaño, había que calcular muy bien porque uno podía quedarse a medio camino con el depósito del coche vacío.

Unos pocos kilómetros más adelante avistó una gasolinera con un área de servicios muy moderna y toda rodeada por un gran ventanal acristalado. Cerca de allí había un edificio algo más pequeño, casi en ruinas. Sus paredes descascaradas y su techo de tejas casi derrumbado en su totalidad acusaban el paso del tiempo y el abandono. Un perro dormía plácidamente debajo de los restos de lo que alguna vez había sido un porche.

Detuvo su coche delante de un surtidor de gasolina y un muchacho joven con una expresión de visible asombro se acercó para atenderle.

-Que lindo coche, ¡está impecable! ¿De donde viene señor?

-De Buenos Aires, pibe. Echále algo de nafta al coche, que tiene hambre.

-No me extraña don, ¿es un “siete bancadas” no?

-Creo que si, no estoy seguro. Podés levantar el capó, porque igual tengo que mirar el agua.

Al levantarle el capó el chico soltó un largo silbido. Para él, esa maraña de tubos y válvulas debía ser una maravilla de la restauración, para Ricardo simplemente era un Torino.

-Pibe-le preguntó Ricardo pensativo al chico-¿no sabés si ya me pasé una parada que se llama “Martín Fierro”?  Venden quesos y dulces, es un edificio muy grande, bien de campo…quería parar ahí a comprar algo.

El chico se quedó pensando unos segundos y le contestó: -No me suena, hay muchas paradas pero esa que me dice…pregúntele a Don Hilario, es el señor mayor que está ahí sentado, él lo sabe todo.

Ricardo dejó al chico que se quedó encantado atendiendo al Torino y se acercó al viejo.  Estaba sentado en una banqueta, en una esquina de la gasolinera. Tenía unos setenta años, pero el rostro bien curtido de haber trabajado toda su vida en el campo acusaba aún muchos más. Bebía un mate en silencio mientras hacía visera con una de sus manos para taparse del sol. Miraba hacia el horizonte en silencio.

-¿Ve esa laguna que está más allá?- Le dijo a Ricardo al verlo acercarse, como si lo conociera de toda la vida.

-Si, la veo- contestó Ricardo.

-Pues hace ya años que no se acercan pájaros grandes allí. Antes se podían ver chajás, garzas…ahora sólo hay basura y palomas. Y para rematar su frase se quedó cabeceando con nostalgia.

-Quería preguntarle si sabe de una parada que había por acá, se llamaba “Martín Fierro” y era un edificio con las paredes rosadas, con techo de tejas…afuera tenía…

-No busqués más, ya lo encontraste-le dijo el viejo a Ricardo y como respuesta levantó un dedo largo y grueso y señaló las ruinas cubiertas de hierba y olvido que había cerca de allí y agregó: --Se ve que hace mucho que no venís por acá-.

-¿Que pasó?

El viejo sonrió con tristeza y le dio un sorbo largo y ruidoso al mate.

-El tiempo, pibe, eso pasó- dijo el viejo y volviendo sus ojos cansados y vidriosos hacia la laguna, con voz cansina sentenció:- Si te quedas quieto, como esa laguna, al final te alcanza.

Embargado por una extraña sensación, Ricardo se fue en busca de su coche. El muchacho lo esperaba al lado del vehículo extendiéndole las llaves.

-Una máquina su coche señor, apenas tuve que echarle un poco de agua. De todo lo demás está perfecto. El que lo restauró si que sabe de autos, eh?

-Fue mi tío

-Dígale a su tío que Pancho, de la YPF del km 180, lo felicita.

-Se lo diré, gracias pibe-contestó Ricardo mientras le pagaba a Pancho por el servicio y le dejaba algo de propina.

-Gracias señor. Dígame, ¿encontró ese lugar que buscaba?

-No, no lo encontré.

-Bueno –prosiguió el muchacho encogiéndose de hombros- espero que tenga buen viaje, ¿va a Mar del Plata?

-No, voy a Mar de Ajó.

-¡Ah! que lindo…-dijo Pancho-, le dio un par de palmadas al Torino en el capó y se despidió de Ricardo deseándole un buen viaje por segunda vez, que prosiguió su viaje.

Mientras dejaba atrás la estación se dijo que podía haberse tomado un café en el restaurante de allí, pero la sola idea de mirar hacia atrás y encontrarse con aquél edificio en ruinas le entristecía sobremanera. Ya se detendría antes de entrar en la Ruta Interbalnearia. Allí estaba su parada favorita y era un sitio en el cual, ya sea en el viaje de ida o en el de vuelta, su padre solía hacer un alto. Estaba ubicado en una zona bastante particular, ya que en aquél tramo el tránsito de la carretera se hacía mucho más lento, de hecho un par de kilómetros antes se hallaba el desvío hacia Mar del Plata o hacia el Municipio de la Costa, en dónde estaba Mar de Ajó. Al coger este último comenzaban a aparecer, en medio del campo, multitud de puestos a uno y otro lado de la carretera que ofrecían carnes variadas a la brasa a precios asequibles. Aunque una elección equivocada del sitio podía conllevar el continuar el viaje algo indigesto o con poderosas e inevitables flatulencias. Había puestos más y menos concurridos y cuando uno iba conduciendo por aquel sitio, al reducir la velocidad también bajaba las ventanillas del coche, entonces lo que sucedía a partir de allí era una cadena de sucesos inevitables. El aroma de la carne a la brasa comenzaba a entrar por los orificios nasales de los viajeros que difícilmente podían resistirse a aquellas tentaciones y en consecuencia, se detenían a los pocos metros, con la boca haciendo agua y el estómago contoneándose de placer por lo que el cerebro le prometía. Pero su padre, por alguna razón, siempre paraba en el mismo sitio.

El atractivo de este puesto residía quizás en que era el último de todos, o de que era el único que no sólo no ofrecía barbacoas sino que contaba  con otros atractivos de los que los demás carecían. Su padre siempre aparcaba frente a un pequeño rancho que a su izquierda tenía una gasolinera (dónde solía repostar) y a su derecha un puesto lleno de maravillas comestibles producto del campo. Su hermano Marcelo y él bajaban emocionados, el primero porque sabía que en los pastizales lindantes o en las lagunas que a veces se formaban en las cercanías encontraría algún insecto extraño para incorporar a su colección o, para horror de su madre, algún reptil seco y retorcido. Dependiendo del estado de las vejigas se dirigían primero a los lavabos o a comer algo al rancho. Uno de los divertimentos de Ricardo era orinar no en el sitio predestinado a ello, sino apuntar su chorro sobre alguna cucaracha que pasaba distraídamente por allí. Luego se encontraban todos en la puerta del rancho, entraban y se sentaban en una mesa. El sitio era pequeño y muy sencillo. Ricardo recordaba con cariño la calidez de quienes atendían aquél negocio, pero por más esfuerzos que hiciese, no lograba vislumbrar sus rostros. Su padre intercambiaba con ellos unas palabras, él les contaba algunas cosas de Buenos Aires y ellos lo ponían al tanto de lo que sucedía en el campo o de las noticias que otros viajeros les habían traído. Ricardo no conseguía tampoco recordar que era lo que comía cada vez que paraban allí, pero si lo que solía beber.  Su bebida favorita quizás no era la Crush de naranja, pero era el  sabor que identificaba con ese sitio y para su paladar significaba como un preludio del verano. Por eso es que no sólo su sabor dulce y su efecto chispeante, así como el tacto de aquella botella de cristal, significaban mucho más de lo que realmente era. Era el comienzo de un verano lleno de promesas. En una de las paredes del rancho había un dibujo en tinta negra que representaba un motivo gauchesco. Hombres a caballo, alguna carreta y algún perro ladeando su cola entre los pajonales. Por alguna razón, aquél pequeño Ricardo contemplaba esa pintura con una atención casi reverencial. Cuando salían de allí siempre había algún perro al que rascarle el lomo o más rincones llenos de seres extraños que su hermano deseaba con ansias atrapar. Pero su padre les instaba a movilizarse, aunque aún faltaba algo más.

No podían irse sin pasar antes por la tienda de productos regionales, su padre decía muy sonriente que prefería no entrar, ya que si lo hacía le resultaba luego imposible salir de aquél paraíso para el paladar con las manos vacías. Salamis y quesos camperos eran compra asegurada y parte de un feliz desayuno acompañado con mate del día siguiente. A Ricardo se le iban los ojos con los productos más dulces. Y es que los higos en almíbar que se podían ver en aquellas estanterías inducían a la lujuria. Mientras Ricardo conducía y la distancia con aquél sitio iba achicándose, se encontró relamiéndose e invadido a su vez por una dulce nostalgia. Sin duda que pararía allí y que se llevaría un par de aquellos botes de dulces en almíbar. Eso haría, claro que sí.

Ricardo hizo un esfuerzo por recordar sus últimos viajes a Mar de Ajó, los que había hecho ya sólo o con sus amigos pero sin sus padres, pero curiosamente no lograba vislumbrarlos con claridad. Apenas algún recuerdo fugaz, borroso y efímero en la memoria se asomaba tímidamente, casi ajeno, para luego volver a sumergirse en el olvido.

Quizás era porque los recuerdos de cuando era más pequeño irrumpían con demasiada fuerza, como si los alimentase una fuerza propia. El seductor velo de la nostalgia flotaba suavemente sobre el presente.

Pero el viaje, aunque Ricardo se resistía a aceptarlo, ya no era lo mismo. Una sombra enorme volaba sobre el Torino amenazando velar la ilusión que había experimentado en un principio.

¿Que había pasado con el “Martín Fierro”? Aún venía a su mente la imagen de aquella imponente parada; que surgía orgullosa en medio del campo como una pirámide lo hace en un estéril  y vasto desierto. Seguro que ese Don Hilario se equivocaba y ese edificio no tenía nada que ver con aquél que él recordaba y éste se hallaba aún orgulloso en algún punto de la carretera que quizás había pasado por alto.

Ya faltaba menos para llegar a su para favorita. Las señales ya anunciaban la bifurcación que más adelante dividía la carretera en dos, hacia la enorme, bulliciosa y mega-urbanizada Mar del Plata o hacia la sencilla y familiar Mar de Ajó.

El Torino entró en la larga curva peraltada a gran velocidad, pero sus ruedas se afirmaron con seguridad al asfalto. El puente que pasaba sobre el tramo de autopista que conducía hacia Mar del Plata, le facilitó a Ricardo una posición de privilegio desde la que podía distinguir a lo lejos los primeros puestos de comida desde los que se alzaban columnas de humo tan densas, que hasta en aquél tramo de la carretera parecía haber un banco de niebla.

Casi instintivamente acarició el viejo volante de madera y bajó la velocidad de su coche, acercando su nariz hacia la ventanilla. Era como si ya no gobernase el coche y este fuese teledirigido hacia las fuentes de los irresistibles aromas que surgían de aquellos puestos. Viejas emociones, simples pero ricas en imágenes, se aunaban a su memoria olfativa para traer al presente recuerdos lejanos.

Mientras su coche transitaba por aquél corredor de la perdición, Ricardo se preguntó si aún estaría en la parada el hombre regordete y afable que lo regenteaba. Su estampa de rudo hombre de campo contrastaba con la extrema delicadeza con la que daba vida a esos bocadillos lujuriosos de los que asomaban jugosos trozos de la mejor carne asada o gruesas lonchas del típico queso de campo. En verdad que allí todo tenía un sabor único. Los bocadillos, las olivas o incluso algo tan común como un refresco de naranja, sabían diferente a los que podía comer o beber en cualquier otro sitio. Debajo de la sombra que daba un emparrado se sentaban los cuatro a comer. Ricardo podía pasarse un buen rato jugando con las irregularidades del cristal de la botella, sacándole algunos sonidos que no llegaban a ser música. Sus padres hablaban de lo que harían cuando llegases a destino, o de lo que no harían, y no le perdían ojo a Mariano, su hermano menor que jamás podía estar quieto.

-Mariano, ¿porque no te sentás bien?- le decía su madre a su hermano en un vano intento de que no se arrodillase en la silla. O el más común aún: -¡Mariano, ese bicho no me lo vas a llevar a casa! Al final, su hermano se sentaba como quería y conseguía además, llevarse algún extraño y atemorizante ejemplar de insecto en una jaula improvisada que podía ser o una botella de plástico rota o un bidón de aceite.

Siempre había por allí algún perro simpático que se escurría discretamente por debajo de la mesa y que con su mejor cara de pena conseguía que le arrojasen alguna miga de pan o un trozo de carne, o simplemente una caricia.

Recordó el nombre del puestero. Don Raúl, si, así se llamaba aquél gaucho afable que cada año que los veía llegar bajo la sombra del alero, los recibía con la natural y cálida cortesía del hombre de campo.

-¡Ya estamos por acá! ¡Y que grandes están los chicos! -Exclamaba mientras nos sacudía las melenas con sus manazas.

A medida que los recuerdos cobraban brillo y nitidez, el humo de los puestos se hacía cada vez más denso, cubriendo la carretera como si de una neblina londinense se tratase. Algunos puestos que antes eran simples estructuras con un par de paredes, un techo y unas mesas, habían desaparecido para dar paso a grandes restaurantes cuyos aparcamientos  recibían autobuses de larga distancia.

Y al fin lo vio, casi se pasa de largo porque contaba con que el puesto estaría al final, pero luego de éste habían instalado varios más. Lo recordaba más grande y rodeado de una arboleda bastante más rica de la que allí había. El viejo sauce que estaba entre el local de productos regionales y el pequeño bar aún seguía estando. Las largas hojas del viejo árbol aún le daban sombra a las mesas de la terraza. Cerca de allí aparcó el Torino. El  ronronear del motor despertó la curiosidad de más de un parroquiano o viajero que se giró para admirar el clásico. Ricardo no sabía porque, pero sentía que el corazón comenzaba a galopar dentro de su pecho, amenazando con salírsele para correr por aquellos campos.

El sitio no era tan grande como lo recordaba, e incluso se apreciaban algunos cambios en las estructuras, pero los propietarios habían decidido conservar el quincho y el bar como eran originariamente. La puerta del bar se abrió y un hombre corpulento, canoso y sonriente comenzó a acercársele mientras se acomodaba su cinto de gaucho. Era Don Raúl que se acercaba con pasos largos, lentos y firmes. Con su mirada clavada en el Torino, con un gesto de admiración por el excelente estado de aquella reliquia, tenía la misma estampa que Ricardo recodaba de cuando era pequeño. No, se dijo antes de hacer el ridículo, ese no podía ser el mismo Don Raúl, ya que tenía aproximadamente la misma edad que él.

-¡Que lindo bicho, Don! Estaba adentro, en el restaurante, lo vi que paraba acá y salí pa ´verlo. ¡No me diga que viene de Buenos Aires con este coche!-me dijo el hombretón con su claro acento de provincia.

-Si, si, vengo desde Buenos Aires y voy hasta Mar de Ajó, y quise parar acá… porque era nuestra parada obligada en el viaje. Era nuestro lugar favorito- contesto Ricardo embargado por la emoción.

-¡Ahhh mire! ¿Y dice que usté venía de chiquito por acá?

-¡Si! mire…debajo de ese sauce –contestó Ricardo señalando hacia el viejo y frondoso árbol, que se mecía suavemente sus lloronas hojas al compás del viento- nos sentábamos a veces a comer algún sánguche de esos tan buenos que hacía Don Raúl…después, antes de irnos y con la panza bien llena íbamos hasta el quincho a comprar algunos quesos e higos en almíbar. ¡Y juro por dios que no seguiré viaje sin llevarme algunos!

-Don Raúl…-dijo el hombre pensativo…como si invocara en vano a alguna figura del más allá. Usté debe estar hablando del abuelo Raúl.

-¡Es su abuelo! ¿Y sigue trabajando? ¡Me gustaría saludarlo!

-Bueeeno –prosiguió el nieto de Don Raúl arrastrando las palabras, mientras se ceñía el grueso cinto- no va a´ poder ser, el abuelo murió el año pasado. ¡El si que era un gaucho de verdad, un hombre de campo de los que ya no hay! ¡Ochenta y cinco años tenía! Y seguía trabajando…era tan tozudo el viejo…que lo parió…se cayó un día del caballo y se rompió la cadera. No quería saber nada con ir al hospital…se fue dejando y…bue…se nos fue, ¿vio?

Ricardo recibió el primer mazazo del día o quizás los anteriores no habían sido lo suficientemente fuertes como para despertarlo. Aún mantenía frescos recuerdos que más bien estarían momificados entre sus neuronas y que hubiera sido mejor que no los invocase.  Hay vivencias que permanecen suspendidas en algún punto de nuestra memoria y nos parecen inalterables. Las traemos al presente, les quitamos el polvo, les sacamos un poco de brillo y es como si las volviéramos a vivir.

El nieto de Don Raúl, que resultó llamarse igual que su abuelo, lo invitó a pasar al local con la promesa de hacerle un bocadillo tan bueno como los que comía antes “los mejores de la zona” le decía emocionado.

Ricardo se sentó y miró a su alrededor. No veía en aquel pequeño restaurante muchas cosas que le recordasen al pasado. Miró las paredes blancas, completamente limpias salvo por algún pequeño cuadro y un almanaque del año pasado. Notó que faltaba algo que de pequeño siempre le llamaba la atención.

-Perdone Raúl- le dijo al hombre que venía de la parrilla que tenía fuera con una bandeja con trozos de carne humeante, mientras le señalaba una de las paredes- allí había un mural, verdad…una pintura en la pared, digo. ¿Se acuerda?

-¡Ah! Si…uf! pero si esa la quitó mi mujer hace como diez años, ella siempre dice que hay que modernizarse ¿vio? Dígame don… ¿quiere “usté” tomar algo?  Un vinito, cerveza...- dijo sonriente el posadero mientras preparaba un enorme bocadillo.

-Si, ¿tendrá todavía por casualidad la naranja Crush?

-Uy no…es que hace años que no se fabrican, si quiere otra marca…

No se preocupe, póngame un vino, será lo mejor para acompañar ese sándwich tan bueno que me está haciendo.

Ricardo comió su bocadillo pensativo, se despidió de Raúl después de charlar un poco y lo dejó atendiendo a otros parroquianos que llegaban muertos de hambre.

Se dirigió al local de productos regionales que era atendido por la hija de don Raúl. Una chica joven y muy simpática que le dio de probar taquitos de queso y salami y hasta un pan de campo que hacían también ellos. El puesto no había cambiado tanto o al menos así le pareció a Ricardo.

-Mire, toque estos salamines, si están para comerlos ya- le dijo la chica invitándolo a comprobar la calidad de aquellos embutidos que a simple vista podían merecer la aprobación del más exigente.

Ricardo cogió un extremo del salami y comprobó su dureza. Recordó cuando lo miraba admirado a su padre, que iba testeando con una expresión seria y en silencio la calidad de los salamis hasta que decía “Este”. Notó que algo húmedo le mojaba la mejilla y se quitó la lágrima rápidamente. La chica lo notó, pero lo disimuló muy bien. Quizás jamás hubiera imaginado que algo en apariencia tan simple como palpar un embutido podía arrancarle alguna lágrima de emoción. Eligió rápidamente varios salamis, un queso, un pan de campo y unos higos en almíbar y se dirigió hacia su coche. Un perro flaco y de orejas muy largas, que estaba tumbado al lado de la entrada, levantó su hocico y comenzó a golpear su cola contra el suelo con emoción al verlo pasar, e irguiéndose rápidamente comenzó a seguirlo.

Probablemente fue el nerviosismo suscitado por aquél tan esperado viaje, o el peso de los recuerdos que habían formado en su espalda una suerte de mochila virtual con una carga tal, que hizo que su paso se ralentizara cada vez más y su mente se transformara en una nebulosa espesa en la que confluían tantos recuerdos y emociones que por más que lo intentase jamás lograría ordenar.

Se sentó a la sombra del viejo sauce y contempló en silencio su entorno. Otra lágrima volvió a escapársele. “Llorando debajo del sauce llorón” pensó y de pronto se encontró riéndose de su situación y recordó aquél viejo proverbio que decía que los sauces lloraban el exilio de los judíos a una extraña y enemiga Babilonia. En su caso el exilio no era obligado, quizás ni siquiera era adecuado denominarlo así.

Mientras su mente divagaba hacia aquí o hacia allí sintió algo frio y suave que rozaba una de sus manos que reposaba sobre su rodilla. El perrito de orejas largas respondió a las caricias entrecerrando los ojos y moviendo la cola. En el campo no se les suele hacer demasiado caso a los perros, quizás por eso éstos están mas necesitados de cariño.

Ricardo comenzó a desenvolver el salami del que cortó unos trocitos.

-Es esto lo que quieres, ¿eh? Con los mimos no llegamos a ninguna parte, ya lo se- dijo Ricardo mientras le arrojaba unos trozos de salami que fueron más que bienvenidos por el perro.

-Ya sé que no eres aquel perrito que se colaba por debajo de las mesas, en espera de que algo cayera, un mimo, un trozo de comida…y quizás no eres ni el tataranieto de aquél. Pero aquí estamos los dos, tu con tu trozo de salami y yo con mis recuerdos.

Un soplo de brisa meció las hojas del sauce que acariciaron suavemente uno de sus brazos. Respiró hondo y sintió el aroma de las flores, el perfume de los campos y el de las carnes a la brasa. Eran las sensaciones del pasado, si, pero lo que más importaba es que también eran las del presente.

 

jueves, 3 de mayo de 2012

Detrás de la persiana






Un aroma irresistible, incomparable y tentador como ningún otro salía de la vieja y emblemática pastelería de mi abuelo. Quizás era el chocolate, o la mantequilla que se fundía generosamente en innumerables láminas de hojaldre, o los panes de infinidad de sabores y texturas que él amasaba con tanta pasión. Lo único que se es que de aquél horno salía una mágica combinación de aromas a los que nadie que pasase por allí podía resistirse. “Es como si me hubiesen enganchado la nariz y me arrastraran hasta aquí” le oí decir alguna vez a un cliente. “Duermo con las ventanas abiertas todo el año para despertarme con el olorcillo que viene de la pastelería, me hace comenzar el día con buen rollo”, decía otra clienta.  

Siempre había cola y se podía percibir el nerviosismo que suscitaba la espera en la clientela. Siempre se veía como alguna cabeza se alzaba por sobre las demás o se asomaba de costado sin ocultar su preocupación.

-¿Quedarán croissants de chocolate?…es que a mi nieto le chiflan…- aventuraba una abuela guerrera mientras se inventaba las mil y una tretas o excusas para colarse.

-Pues yo no veo las cocas de vidre- decía otro en tono preocupado.

De pronto todos se quedaban en silencio. La cortina que separaba el horno del resto de la tienda se corría lentamente y las manos de Don Enric, mi abuelo, aparecían fuertes y enharinadas y con voz tranquila calmaba a sus clientes.

-¡Tranquilos, que hay para todos!

Y en verdad que así era. De pronto bajaba su mirada y me encontraba cogido de la mano de mi madre, mirándolo asombrado como si de un gran mago se tratase.

Me sonreía y con un gesto que los dos sabíamos muy bien lo que significaba me invitaba a pasar al laboratorio en dónde la alquimia era una realidad.

Sus dedos se movían sobre la tibia masa como los de un gran escultor lo hacían en la fría arcilla. De pronto separaba un bollo de masa y me lo arrojaba cerca de él, invitándome a emularlo. Aún recuerdo nítidamente la primera vez que me acerqué a aquella informe masa. Veía a aquél bollo como una enorme montaña, sublime e imposible de conquistar. Y me fui acercando tímidamente a él, observando cada uno de sus lados, sin saber bien en dónde y como debía posar mis manos.

-La masa está viva- decía el abuelo- responde a tus caricias, reacciona a tus manos cambiando de forma, de temperatura.  Su textura se hace más suave hasta que llega a un punto en que ya nada puedes hacer, ha alcanzado su estado óptimo y el siguiente paso sólo puede ser aquél que inmortalice esa belleza y la eleve a su cálida perfección. El horno.

Yo lo observaba boquiabierto. El juego de luces rojas y sombras que se proyectaba sobre él lo imbuía de características sobrenaturales. Era Vulcano en su forja, pero para mí de su horno no salían las armas de los dioses, sino las delicias que bien podían ser la causa justificada de sus debilidades.

En las fechas especiales, en esas en las que las pastelerías producían maravillas que tan sólo se podían disfrutar por unos días contados, la cola de clientes que salía del horno del abuelo Enric era la envidia de la competencia. Recuerdo que unas pascuas, un renombrado pastelero que venía de Barcelona le había confesado que cada año venía a buscar sus huevos, ya que jamás, ni él mismo ni nadie, había logrado realizar una delicia que se comparase, ni remotamente, con aquellas esferas de chocolate.

Es que el placer que podía experimentarse al comer uno de esos huevos comenzaba incluso antes de llevarlos a la boca. A medida que uno iba soltando la cinta de color que cerraba el envoltorio, un aroma único y seductor comenzaba a fluir hacia el exterior. A partir de allí, todo lo que sucedía luego parecía inevitable. La textura de aquél chocolate, que al quebrarse entre los dedos producía un sonido seco y tentador, su brillo, su sabor…ah, su sabor…éste era en verdad incomparable. Jamás olvidaré lo que sentía cuando aquellos trozos se deshacían en mi boca lentamente. Era un niño muy inquieto, terriblemente ansioso, y si tenía cualquier cosa dulce delante de mí, me resultaba imposible el reprimir el impulso que me llevaba a devorármela sin detenerme a disfrutarla. Pero con los huevos de pascua del abuelo Enric me pasaba algo totalmente diferente. Aunque era pequeño, entendía o creía que comerme sin respiro ni pausa una de aquellas delicias significaba el cometer lo que para mi joven mente representaba lo más parecido a un sacrilegio.

Unas pascuas, cuando ya era un adolescente con tantos granos en la cara como dulces me había comido en mi vida, estaba ayudando a mi abuelo en la pastelería. Vertía el chocolate caliente en los moldes, preparaba la pasta para decorarlos, todo bajo su atenta mirada. Pero aunque ponía mi mayor empeño en la fabricación de esos huevos, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, nunca me salían como los del abuelo Enric.

-No lo entiendo abuelo, durante años he trabajado a su lado en la pastelería. He hecho roscas de reyes, cocas, huevos…de todo…pero nunca me salen como a usted. ¿Es que hay algo que no me ha explicado aún? -le pregunté,  y agregué, convencido de que quizás no me lo había dicho todo- ¿o es que en verdad hay un ingrediente secreto, como dicen muchos de sus colegas pasteleros, que no quiere revelar?

Mi abuelo se quedó pensativo durante unos segundos, contemplando como se secaba el chocolate en uno de los moldes, como cambiaba el brillo en la dulce superficie a medida que éste se solidificaba.

-Si que hay un ingrediente, pero ya sabrás cuál es y como usarlo a su debido momento. Dime Pau ¿en que estás pensando ahora mismo?

Agaché levemente mi cabeza buscando un punto neutro. Un rincón en la pared o un vértice de la mesa de trabajo.

-Pienso en que me gustaría saber….-comencé a mentir.

-Estás pensando en que te están esperando tus amigos para ir a hacer alguna gamberrada…venga, ve con ellos, ya me has ayudado bastante, no hace falta que te quedes.

-Entiendo- afirmé con la certeza de que estaba recibiendo la iluminación tan esperada- si uno piensa sólo en lo que está haciendo en ese momento y no en otra cosa, lo hará bien y…

-Ya lo haces muy bien, ya entenderás cuando llegue el momento- me dijo apoyándome la mano en el hombro.

Los años fueron pasando y yo seguí creciendo en tamaño y también, claro, en estupidez. Las chicas y la fiesta (aunque no así los estudios) hicieron que mis visitas a la pastelería fueran cada vez más esporádicas. Recuerdo aquél mediodía de pascua en el que en un estado de resaca algo difícil de sobrellevar y un más que delator  paso errante entré en la pastelería a por algo dulce que llevar a mi estómago. La encontré a mi abuela en la caja, quien con aire algo preocupado y mientras yo cogía una caña de chocolate y comenzaba a engullirla, dejando tras de mí un rastro de azúcar glas y hojaldre, me dijo:

-No sé lo que le pasa a tu abuelo, hace tres horas que está ahí sentado, mirando un huevo de pascua y no dice ni una palabra…

Entré en el horno y allí estaba el abuelo. Mirando en silencio un huevo de pascua inacabado que ya comenzaba  a derretirse entre sus manos

-¿Estás bien abuelo? ¿Ha pasado algo?- le pregunté sin disimular cierta preocupación.

-¿Que qué ha pasado?, pues que las pascuas han terminado…y con ellas las monas y los huevos…

-Bueno… ¿es una tradición no? Se acaban las pascuas…y se acaban los huevos- eso fue lo más acertado que se me ocurrió decir.

El abuelo Enric siguió mirando en silencio el huevo que ya se estaba tornando algo informe y sin levantar la vista de él continuó.

-Pero si pudieses comer huevos en otras fechas del año, lo harías, ¿verdad?-me dijo, pensativo.

-Uh, supongo que si, abuelo- contesté frotándome la cabeza como para quitarme el bombardeo musical que aún seguía rebotando en mi caja craneana.

El abuelo se levantó de la silla con una rapidez que me asombró, me cogió de los hombros y me miró muy serio a los ojos. De pronto noté lo mayor que estaba y aunque sus manos parecían firmes, podía sentir como temblaban levemente.

Emocionado y sin dejar de mirarme me dijo:

-¡Haré huevos de chocolate blanco y negro los lunes y los martes, blanquinegros los miércoles y los jueves, con sorpresas los viernes y sábados y los domingos…huevos de colores…hasta habrá huevos con un número para un sorteo especial!

-¿Sorteo especial?

-Si…-continuó cada vez más entusiasmado mientras gesticulaba en el aire dándole forma a huevos imaginarios- una vez al mes se sorteará un huevo gigantesco que a su vez contendrá maravillosas sorpresas…sería increíble, nunca se habría visto algo parecido…nadie se quedaría sin sus huevos…¿que te parece, Pau? ¿Me ayudarías?

Cogí un trozo del huevo que había dejado el abuelo sobre la mesa de trabajo y me lo llevé a la boca, me froté las sienes con fuerza y sólo atiné a contestarle con un simple “no sé abuelo, me voy a casa, estoy de resaca…”

Aquél día, que aún recuerdo como una nebulosa y a medio camino entre la confusión y la negación, fue la última vez que vi a mi abuelo Enric, de hecho sí lo vi, pero ya estaba muerto.

Recuerdo con todo detalle la mañana en la que mi madre me despertó,  a diferencia de otros días en los que lo hacía con amenazas que nunca se cumplían, con una suave sacudida. Su imagen me apareció borrosa en un principio y su expresión, aunque aún la veía algo desdibujada, me dijo aquello que no quería saber antes de que su boca se abriera. Tan sólo atinó a decir dos palabras. Dos palabras bastaron para que mi mundo se desmoronase como un castillo de naipes lo hace con un suspiro.

-El abuelo…

Si, mi abuelo se había ido con su magia y el mundo me resultaba ahora mucho más hueco y sin sentido…

Siempre que iba a casa de mis amigos, pasaba frente a la pastelería del abuelo Enric y no podía evitar el detenerme, durante unos segundos, a contemplar la vieja y pesada persiana bajada que cada día acumulaba entre sus pliegues  polvo, óxido y tristeza.

Una tarde como cualquier otra pasaba por allí (siempre por la acera de enfrente, no tenía el suficiente valor como para hacerlo por la puerta) y realicé mi parada habitual frente a la pastelería. Iba a seguir mi camino cuando escuché la conversación que mantenían dos abuelas del barrio. Las reconocí como clientas habituales aunque ellas parecieron no reparar en mí.

-No sé que va a pasar con la pastelería… ¿tú sabes algo? Ya lleva dos meses cerrada…-decía una de ellas.

-Ay…pues que va a pasar ¡nada! ¿Quien la va abrir? Don Enric ya no está, la Montse no puede sola, la pobre está muy mayor y su hija tiene su trabajo.

-¿Y su nieto? ¿Aquél chaval que lo ayudaba a veces? Ese debe de estar ya grandecito…

-¿Ese? Es un pieza, María…sólo piensa en ir de fiesta con sus amigos. Olvídate de la pastelería, y si la abren, nunca será como cuando la llevaba Don Enric, él era único.

Y siguieron hablando durante un buen rato, enumerando con nostalgia cada una de las delicias que para mí, que las conocía desde su gestación, y para otros tantos que la admiraban en su culminación, eran como obras de arte comestibles.

Me quedé allí, como petrificado. Intenté huir pero era como si alrededor de mis pies se hubiese formado una firme capa de cemento que me lo impedía. Las personas y los coches que pasaban entre la tienda y yo se transformaron en borrosas imágenes de una película en la que sólo se apreciaba con nitidez la imagen estática de la tienda.

Me sentí muy sólo en aquél cine.



Me hubiera encantado ver los rostros de aquellos transeúntes que veían interrumpido su andar al ver que una luz en un principio pequeña y tenue, comenzaba a crecer a medida que la persiana de la vieja pastelería de Don Enric comenzaba a levantarse lentamente. En la calle y con sus narices a pocos centímetros del cristal, los vecinos del barrio no salían de su asombro al contemplar los huevos de pascua más increíbles en tamaños, diseños y colores que habían visto jamás. Y lo más increíble era que estábamos en pleno mes de mayo.

Ya os dije que me hubiera encantado ver sus caras, pero no podía. El chocolate no puede verterse así como así en los moldes. Hace falta mucha dedicación y una gran atención para hacer los mejores huevos de pascua. Pero para que la fórmula resulte perfecta hace falta amor, mucho amor.


jueves, 5 de abril de 2012

Números...

No se con certeza cuando comenzó todo esto, supongo que eso realmente poco importa si no se en verdad cual es el desencadenante. Lo que si recuerdo claramente es el momento en el que me di cuenta que algo extraño estaba pasando. Y que yo estaría irremediablemente implicado en ello.

Tan sólo son números, pensaba al principio para desterrar toda conclusión teñida de fantasía. Pero aquél día en el que iba conduciendo por las curvas de la costa  rumbo a Positano y dio la casualidad que tres coches seguidos que se cruzaron en mi camino, ostentaban también esas caprichosas pero simétricas combinaciones numéricas denominadas “capicúa”, me dije que algo extraño estaba pasando. Algo que probablemente había comenzado varios días antes pero que yo me negaba a aceptar a causa de mis resistencias ante lo inexplicable. Cada vez que cogía mi móvil para ver un mensaje, la hora o incluso cuando concluía una llamada recibida, en la pantalla aparecían combinaciones como 13:31, 2:22, 1:51…y así, todas seguidas. Quizá como un entretenimiento o para disfrazar esta circunstancia (que en un principio, insisto, me limité a incluirla dentro del vasto campo de lo casual)  de fantasía, pensé que quizás estas cifras de alguna manera eran un mensaje destinado a mí. ¿Quien me lo enviaba? Como saberlo… ¿que significaba? ¡La ansiada combinación del Euromillones! Eso es lo primero que pensé y me dediqué a desentrañar y a ordenar de diferentes maneras aquellos números, probando todas las combinaciones posibles. Salvo por un día en el que conseguí un reintegro, el tiempo transcurría y yo seguía sin obtener resultado alguno. En un principio pensé que mi ineptitud para las matemáticas me estaba coartando el camino hacia la riqueza, pero al cabo de un tiempo terminé por darme al fin por vencido y decidí buscar otra explicación para el extraño fenómeno. Lejos de menguar, los misteriosos mensajes numéricos seguían apareciendo, pero no sólo lo hacían en mi móvil. Los veía en los tickets de las compras, en los contadores de los surtidores de gasolina, o en ciertas fechas. Era como si lo que quisiese llamar mi atención, ante mi impavidez, me gritase y me sacudiese para que reaccionase.

Decidí entonces encarar la situación desde otro punto de vista totalmente diferente, en principio menos materialista. Me expuse a mi mismo mi situación actual, y para ello, necesitaba viajar atrás en el tiempo. Me hallaba viviendo desde hacía diez años en un pueblo costero de la soleada costa Amalfitana, muy lejos de la neblinosa Londres que me había visto nacer. Luego de casi treinta años de vagar en la misma ciudad sin un rumbo fijo, desarrollando trabajos diferentes, cambiando de carrera (comenzaba estudiando Botánica para dejar al poco tiempo la carrera, sin razón aparente, para estudiar informática) porque ninguna me satisfacía ni me desagradaba del todo. Lo mismo me pasaba con los trabajos. En todos ellos las situaciones de agobio eran moneda corriente y no veía otra solución que no fuese la de cambiar de actividad. Los trabajos me oprimían, no lograba avanzar en los estudios y el laberinto de cemento de la gran ciudad con sus saturantes sonidos, su polución y su ritmo frenético me oprimían el espíritu. Necesitaba un cambio, ansiaba liberarme de esa opresión que anulaba mi libertad y no me permitía avanzar. Entonces apareció la llave que me abriría la puerta de la salvación. Un conocido me comentó que necesitaban a alguien para cubrir un puesto de comercial en una inmobiliaria inglesa afincada en la Costa Amalfitana. Mar, sol, paz y paisajes idílicos. Era la oportunidad de mi vida y no podía dejar que se disipase delante de mis narices antes de que fuese realidad. Algunos de los familiares y amigos que conformaban mi círculo entendieron que me fuera, otros como la que era mi pareja en esa época no tanto. Pero contra viento y marea me fui a Italia, o hui hacia allí. Que más daba una cosa que otra…

El trabajo resultó ser un fiasco, así como otros que se sucedieron a aquél en los años que pasaron. O al menos así me lo parecía. Comenzaba a plantearme el verdadero porqué de mi partida y poco a poco fui aceptando que si bien estaba a gusto en aquél sitio, cerca del mar y lejos de una grande y opresiva urbe, no estaba bien conmigo mismo. Podría cambiar de paisaje, de forma de vida, incluso de pareja, pero esa sensación de insatisfacción constante, de sentirme incompleto, esa ausencia de metas, la llevaría conmigo dondequiera que fuese. No podía huir de mi mismo.

Fui tomando conciencia de que había pasado por lo menos media vida sin aceptarme, intentando ser algo sin hacer en verdad nada para que ello sucediese. Intentando entender lo de los números “capicúa” había llegado a esa aparentemente inesperada conclusión, lo cual me dejó aún más confundido que en un principio.

Por alguna razón no había compartido lo que llegué a temer como un principio de esquizofrenia paranoide con nadie desde que me había percatado de lo que sucedía. Aún recuerdo el día en el que se lo conté a mi novia. Estábamos tumbados en el sofá de mi casa de Positano, mirando llover a través del gran ventanal. Habíamos apagado la música y tan sólo se escuchaba el repiquetear de las gotas en el cristal y el suave y acompasado sonido de nuestra respiración. Ella me miró en silencio, a través de esas pupilas que con tanta naturalidad pueden leer mi alma, como si ésta fuese un papel escrito con trazo claro y fuerte y me preguntó en que pensaba.

Le conté lo de los números, de cómo los veía por todas partes y de mi incomprensión acerca de su significado, si es que lo tenían.

Ella bajó su cabeza, la apoyó en mi pecho y susurró tan sólo dos palabras:

-Te repites.

Me quedé en silencio unos segundos que parecieron eternizarse. Creo que pude contar cada gota de lluvia que cayó en ese lapso de tiempo. Me vi sumergido en una especie de continuum en el cual todas las vivencias de mi existencia giraban desordenadamente en torno mío. Lentamente, ese remolino fue aquietándose, asentándose. Allí comencé a comprenderlo todo.

A veces nos basta tan sólo con escuchar un par de palabras de quien nos ama para lograr entendernos, para romper ese bloqueo que nos obliga a transitar por una espiral que nos hace repetirnos una y otra vez y, aunque a veces creemos que avanzamos, tan sólo volvemos al mismo punto desde el cual alguna vez partimos en busca de un destino al que nunca alcanzamos.

Curiosamente, aquellas combinaciones de números que antes veía por todas partes ya no se me aparecen, o cuando lo hacen, no les doy  demasiada importancia. Mentiría si os dijera que no me gustaría ganar el euromillones, pero ahora sé que todo aquello que una persona puede esperar de sí misma o del entorno que lo rodea, ya lo tengo o puedo conseguirlo. Ya era rico, sólo tenía que abrir los ojos para verlo.

Para Nur, con todo el amor que tengo y el que tendré...





lunes, 17 de octubre de 2011

Medianoche en el Carrer dels Petons


Una calle, casi oculta, perdida en el infinito diagrama de cemento y luces de Barcelona. Unos pasos curiosos adentrándose tímidamente, atraídos quizás por el débil reflejo de las farolas en los charcos de agua o por aquél silencio inquebrantable que sólo tienen las calles perdidas.
El la cogió de la mano suavemente, por primera vez. Respiró profundamente y sintió como su respiración era más cálida cada vez que la miraba de reojo o como se le entrecortaba cuando sus ojos se encontraban con los de ella. Entre risas y breves silencios llegaron hasta el final de aquél callejón sin salida, se sentaron en un viejo pozo de agua en desuso y miraron hacia arriba. Los edificios de uno y otro lado de la acera parecían acercarse hacia arriba conformando una curiosa ventana abierta hacia el cielo. Ella le señaló hacia allí formando un círculo imaginario con su índice.
-Mira…es como un ojo de pez –le dijo.
-Si, es verdad -afirmó él sonriendo mientras miraba el mapa de estrellas a través de la improvisada lente.
Luego de un rato en silencio se levantaron y buscaron la salida de aquella calle y recién ahí repararon en su nombre. La risa fue algo inevitable que rompió aquél silencio que parecía eterno, aunque delicado como el cristal.
“Carrer dels Petons” decía la placa de mármol. Y él recordó en ese momento aquella cruel ironía de la historia que contaba como en esa calle, tiempo atrás, los condenados recibían su último beso, el beso de despedida antes de encontrarse con la muerte.
La calle quedó atrás pero los pasos de la pareja eran cada vez más errantes, más inseguros. Sus manos se entrelazaron con más fuerza y el vio en aquellos ojos azules y soñadores un desafío al pasado más oscuro y una luz  en aquella medianoche mágica.
-Volvamos –le dijo ella tirando suavemente de su mano - volvamos al “Carrer dels Petons”
Y aquella noche hubo algo diferente en aquel pequeño pasaje sin salida.
Aquella noche tembló el reflejo de las farolas en los charquitos de agua y unos labios que anhelaban unirse por fin se encontraron.
Aquella noche dos amantes anónimos se burlaron del pasado más triste, en el “Carrer dels Petons”...

martes, 22 de febrero de 2011

La envidia de Gene Kelly

Soy Ricardo Torino, una persona normal a la que a veces, sólo a veces y en el momento menos esperado, le suceden cosas maravillosas. Nunca he tenido la suerte de ser el poseedor de un billete de lotería premiado o de que alguna de mis obras brille en una estantería junto a otros Best Sellers o de que un gran literato se asombre de mi talento como escritor (menos rentable, más loable). Mi breve y tambaleante obra apenas se ha asomado tímidamente del ordenador, para volver a entrar en espera de ser corregida, retomada o abandonada definitivamente. Y no me extraña que así sea. Llevo ya un tiempo más que considerable sentado frente a la pantalla de mi ordenador y una página que ya lleva un buen rato en blanco acusa mi falta de ideas. Me he traído el ordenador a la terraza para disfrutar de una soleada mañana de otoño mientras desayuno con un mate bien caliente y unos cereales. Desparramadas sobre la mesa y sin orden o sentido de convivencia; puedo ver una botella de vino vacía, unas velas, medio pan, un paquete de tabaco negro y cuatro mecheros. Hace más de veinticuatro horas que ella se fue, retornando así a su ciclo de vida laboral, pero siempre encuentro, aunque no las busque, señales de su paso por mi casa. Y eso, extrañamente, me produce cierta sensación de agrado. Miro la botella de vino ya vacía, el pan en proceso de petrificación y a su paquete de tabaco. Abro este último y cuento con extrañeza trece cigarrillos. Bueno, al fin y al cabo me dijo que los iba a dejar, pero no supe exactamente si hablaba del tabaco en general o de ese paquete en concreto.
A mi lado tenía una obra que me habían enviado para analizar y comentar, la había ojeado tan por encima que apenas recordaba el título. Cuando comienzo a hacer algo nunca se en dónde voy a terminar, y no me refiero a un lugar físico sino a un recoveco de mi psique. Tengo un trabajo pendiente a mi lado, pero me he distraído con las otras cosas que me rodean o me he ido aún más allá pensando en ella.
Pero que mi pensamiento coja esos rumbos no me parece en absoluto extraordinario. Aún a pesar de mis muchas y no aceptadas aún resistencias ella había irrumpido en mi vida con una fuerza arrolladora. Su alegría, su magia, su encanto y su fuerza podían arrasar con casi todo a su paso y el muro que tenía construido alrededor mío se fue derritiendo ante la calidez de sus abrazos.
Y así, sin proponérmelo, ella fue irrumpiendo en mi memoria cada vez con más fuerza. Me fui olvidando del móvil, del trabajo pendiente, y de otras cosas que me rodeaban, salvo del árbol que se mecía con el viento y del mar azul que asomaba tímidamente a través de sus ramas. Entre muchas otras imágenes vino a mi mente una que quizás jamás olvidaría. Aquella noche habíamos paseado de la mano por Sitges, disfrutando del hecho de al menos por un rato, ser completamente anónimos. Ser totalmente libres.
La lluvia comenzó a caer cada vez más fuerte y estábamos a una calle de mi casa. Ella soltó mi mano y comenzó a correr en dirección al portal, y creí que lo hacía buscando refugio de la espesa lluvia que había comenzado a caer. Se giró hacia mí y me miró, sonriente,  y comenzó a saltar debajo de la lluvia, chapoteando feliz y entonando el “I singing in the rain” mas bonito que había escuchado jamás.
Y ahí me dije que si, soy una persona normal, a la que a veces le suceden cosas maravillosas…

For "G"

viernes, 18 de febrero de 2011

Curvas peligrosas


No podía quitárselos de su embotada cabeza, anegada en vapores etílicos. Carnosos y fatales, esos labios flotaban aún húmedos entre el parabrisas de su coche y sus enrojecidos ojos. Los vio entreabrirse y unos dientes perfectos y blanquísimos brillaron como la luna. O era la misma luna la que se burlaba de su borrachera, de su estúpida y casi vergonzosa borrachera. Como si beber le ayudase en verdad a olvidar, como si ahogándose en cubatas borrara o al menos atenuara aquél recuerdo que en verdad e inevitablemente sólo conseguía avivar.
La carretera se curvó mucho antes que sus aletargados reflejos lo percibieran. El rayo lunar giró varios grados buscando su rostro. Las ruedas traseras de su coche derraparon varios metros hasta casi rozar la valla de contención. Detuvo el coche y bajó la ventanilla. La brisa fría trajo consigo el delator olor a goma quemada entremezclado con el mucho más agradable que exhalaban los pinos y el mar. Con sus manos aún agarrotadas en el volante, se quedó contemplando largamente el hueco abierto en la valla en un silencio sólo roto por la música de la radio y el suave ronronear del motor de su coche. Los hierros retorcidos y con restos de pintura roja se asemejaban a las costillas de un ser inmenso que había sufrido un brutal eventración.  Por la brecha abierta en la valla podía pasar un coche perfectamente. ¿Y si el accidente era reciente?  ¿Y si al pie del acantilado un ser se debatía entre la vida y la muerte, prisionero dentro de un amasijo de plástico, metal y horror? Sus párpados comenzaron a caer mientras contemplaba la valla. Debía levantarse y cerciorarse de que no hubiese nadie que necesitase su ayuda. Sabía muy bien que el más simple descuido en las curvas del Garraf podía suponer una imparable y fatal caída de cien o más metros hacia el mar, en donde las heladas aguas invernales bañarían la carne inerte (o aún latente) del desdichado.
Pasaron minutos, o quizá fueron tan sólo unos segundos los que se estiraron como chicle hasta eternizarse. Sus manos seguían agarrotadas en el volante mientras su cerebro, muy lejos de su cuerpo, intentaba inútilmente enviar una orden para mover a este último. ¿Es que no pasaba nadie por esa puta carretera? Sólo y en el estado en el que estaba poca cosa podría hacer. Pero nadie venía. Intentó coger su móvil pero se le cayó entre los dos asientos delanteros. No sin esfuerzo lo recuperó y vio la hora reflejada en la pantalla. Las 5:05. Hubiera jurado que era más tarde, pero el tiempo no transcurría de la misma manera cuando uno llevaba quince copas encima, y eso por experiencia lo sabía muy bien. Intentó abrir el móvil para llamar a emergencias pero volvió a caérsele y esta vez para desarmarse en varias partes que en vano intentó reunir. Al final, luchando entre la vergüenza y la resignación consiguió abrir la puerta de su coche y salir al exterior. Se tambaleó, dio un medio giro y quedó apoyado sobre el capo de su coche, sin poder evitar el vomitar sobre él. Algo del rojo de las copas no digeridas se confundieron con el rojo de su coche. Jadeando, intentó inspirar profundamente para aclarar su mente y sintió que el olor a sal y el de los pinos entraba en sus pulmones, entremezclándose con otro perfume, más lejano, entre dulce y especiado. Imposible e inesperado. Su mente le estaba jugando una mala pasada, ese perfume que allí no tenía lugar le traía el recuerdo de lo imposible. Ella irrumpía en su cerebro con un ímpetu arrollador, con la obscenidad de aquellos recuerdos que nos tocan en la parte más sensible de nuestras mentes.
Se vio de nuevo en aquél bar. En su mano izquierda giraba lentamente un vaso con dos hielos y los restos del séptimo cubata. La música estaba tan alta que sentía que vibraba todo su cuerpo al martilleante son de la misma, como si se hubiera deglutido un altavoz.
La barra era su único y firme asidero y desde allí podía tan sólo observar como cientos de difuminadas siluetas reían, bailaban, gritaban o se fusionaban con otras.
Podría haber intentado unirse a los demás, pero abandonar la barra implicaba dejar el único sostén que tenía. Además ¿Qué conseguiría con ello? Cada noche que cruzaba la puerta de aquél bar se decía a si mismo que esta vez sería diferente. Sólo bebería dos copas para animarse y se mezclaría con los demás para abandonar luego ese enjambre entrelazado con una chica.
Pero todas las noches terminaban igual…desde hacía años. Una copa llamaba a la otra hasta que al final venía la inconsciencia y, a veces, un par de manos firmes que lo arrojaban fuera como si de un despojo se tratase.
Pidió otra copa y dándole la espalda a la barra, se apoyó con los dos codos en ella y se dedicó a mirar a la gente. Dos chicos con aspecto decidido se acercaban a un grupito de chicas enfundadas en vestidos ceñidos como guantes que realzaban sus curvas de manera muy sugerente. Cerca de ellos dos chicas muy potentes habían rodeado a un muchacho que con atónita expresión veía como la distancia entre él y ellas se reducía tan sólo a milímetros. De pronto fue como si todos los que tenía delante se hubiesen puesto de acuerdo y comenzaran a apartarse, y sin saberlo ni pretenderlo abriesen un gran espacio en la pista. Y al final de este pasaje improvisado, sentada en la otra barra, sola, dándole la espalda (una hermosa espalda casi toda al descubierto), estaba ella. Un extraño tatuaje que parecía recrear una escritura cuneiforme nacía en su nuca, recorría toda su columna vertebral y se volvía a perder dónde empezaba su vestido, mucho, mucho más abajo.
Lentamente, como si ella supiera que la estaban mirando, comenzó a girar su cabeza hasta que sus ojos se encontraron ante los embobados suyos. Viéndose descubierto, quiso girar rápidamente su cabeza y mirar hacia otro lado, como otras veces, como siempre. Pero no pudo. Algo en él le decía que era mejor que mirase hacia otro lado cuanto antes, a la vez que otra parte le aconsejaba que se aprovechase de ese estado hipnótico en el que se hallaba para enmascarar su cobardía de masculino valor de macho seductor. Con una leve sonrisa y sin dejar de sostener su mirada ella comenzó a levantarse y se dirigió lenta y sinuosamente hacia él.  Se desplazó entre la gente como si estos no existiesen. Petrificado, Cristian no podía separar sus ojos de los de ella, como si dos cables invisibles pero rígidos como el acero conectaran las pupilas de ambos. Aunque resultase increíble, nadie reparaba en aquella impresionante mujer, sólo él. Sin embargo y con toda fluidez y naturalidad todos iban abriéndole camino. Cristian pensó en un cisne negro moviéndose suavemente en las aguas de un lago, aunque no supo el porqué.
Ella detuvo su andar a escasos centímetros de él y sus ojos verdes comenzaron a estudiarlo lentamente. Era hermosa, demasiado. El vaso de plástico comenzó a crujir en su mano derecha; no lo escuchó, pero sintió el líquido frío que bajaba por el dorso de su mano. Esperó que la chica no lo notara, pero no fue así.

-Mhhh, me parece que habrá que pedir otra copa- dijo ella sin bajar la mirada-
Antes de que Cristian pudiera hilar más de dos palabras con sentido se encontró con una nueva copa en su mano y ella ya llevaba un martini a su boca, mientras le sonreía de una manera que le provocó una extraña sensación que recorrió toda su espalda. Sintió como si unos dedos cargados de electricidad recorriesen su espina dorsal de punta a punta, y de no haber visto claramente que las manos de aquella diosa imposible estaban una rodeando el vaso y la otra apoyada en su cintura, hubiera jurado que eran las de ella.
La música estaba demasiado fuerte, pero Cristian escuchó claramente cada una de las palabras que ella pronunció.
-Me encantan los hombres con una gran tendencia a la autodestrucción. ¿Como te llamas?- soltó ella acompañando su pregunta con un acercamiento que dejó su rostro a no más de un par de palmos del de Cristian.
-Cristian, me llamo ¿y tu? De tanto en tanto vengo a tomar una copa por aquí con los amigos…pero hoy no han venido…no se…-balbuceó- nunca te he visto por aquí.
-No, no me has visto, pero yo si, y muy a menudo…y siempre solo.
Cristian se sintió como desarmado, anulado, casi desnudo. Iba a decir algo, no supo que, pero ella se le anticipó poniendo un dedo en sus labios y acercándose lentamente lo besó. Fue como si un torrente de energía subiese desde sus pies, recorriendo todo su cuerpo, y saliese por su boca. Las piernas se le aflojaron. Su mente se transformó de pronto en una especie de procesador en dónde todos los recuerdos de una vida se entremezclaban veloz y tumultuosamente hasta convertirse en una amalgama incomprensible.
Ella comenzó a separarse lentamente, pero él sintió como si algo invisible continuara uniéndolos.
-¿Volveré a verte?- atinó a soltar tímidamente Cristian, sin ninguna esperanza de que ello volviese a ser realidad.
Los dedos de él recorrieron el brazo de ella mientras se iba alejando lentamente y cuando llegaron a sus dedos (que se le antojaron extrañamente livianos y suaves, como casi toda ella), en ese último tacto que los unía, ella le dijo:
-Si me buscas me encontrarás, pero no te lo recomiendo. Adiós.
Y desapareció entre la gente y el mundo alrededor de Cristian pareció volver a su cauce normal. Como si ella al aparecer hubiese hecho que el tiempo transcurriese de otra manera y todo lo que había a su alrededor fuera indiferente a ellos pero a la vez parte de su órbita. Pero claro, ¿como ve el mundo un borracho?, seguramente que no de la misma manera en la que el mundo lo ve a él.
¿Por que se habría fijado en él? Se sentía poco más que un despojo humano, un ser cuya única motivación era acodarse en la barra de un bar y ver, sin intervenir jamás, como la vida transcurría sin él como partícipe.
Quizás ella había visto algo especial en él, algo que en verdad merecía la pena rescatar en medio de tanta miseria ¿Pero que? o mas bien, ¿para que?
Cientos de bares y miles de cubatas transcurrieron como una exhalación pero jamás volvió a cruzarse con ella. Y quizás no tenía demasiado sentido el seguir haciéndolo. Esta noche se dijo que sería la última. Ya no la buscaría más. Era terriblemente agotador recorrer tantos bares en una misma noche. Apenas tuvo fuerzas para salir del último garito…hasta tuvieron que”ayudarlo” para que lo hiciese. De no haber sido por sus ansias de encontrarla ni hubiera deambulado tanto, ni bebido todos aquellos cubatas de más y no hubiera cogido el coche. Esto último no había sido buena idea ya que no le quedaba ni un puto punto, salvo, si, los varios de sutura que tenía en la frente, recuerdos de su última caída.
Se dio cuenta que llevaba ya un largo rato apoyado en el capo de su coche, el calor del motor resultaba agradable e invitaba a dormirse, pero el vómito que chorreaba por el mismo no lo era tanto, y comenzaba a enfriarse.
Levantó lentamente su cabeza y miró la luna. Hubiera jurado que una sombra pasó delante de ella y volvió a sentir ese perfume. No podía ser, ¿ella estaba allí? Alucinaba.
Tambaleante, pasó a través de la valla rota y se asomó por el acantilado. El reflejo de la luna sobre el mar desplegaba una alfombra interminable desde el horizonte hasta la cala. Su visión estaba demasiado borrosa, pero podía ver algo más abajo, en la pequeña cala.
Se deslizó por la pendiente con mucha más facilidad de la que hubiese esperado y sin sufrir ningún golpe, o sin sentirlos, al menos.
Un coche rojo, ya irreconocible, estaba encajado entre las rocas y bañado por las aguas.
Se limpió un hilo de baba que le caía por la comisura y se acercó más al amasijo de hierros que tenía delante. Pudo ver que por lo que alguna vez fue un parabrisas asomaba medio torso boca abajo, con las manos hundidas en el agua.
Chapoteando en el agua helada a la que ni siquiera sentía se acercó hacia el cuerpo e intentó moverlo. Tan borracho estaba que ni siquiera sentía sus propias manos, totalmente adormecidas, ni el cuerpo que estaba tocando.
-Déjalo tranquilo, ya no se puede hacer nada por él.
Cristian sintió otra vez aquella voz increíblemente cristalina y envolvente y aquel perfume enloquecedor. Se dio vuelta y la encontró. Igual que aquella misma noche…con aquel vestido que perfilaba sus curvas de una manera que incitaba a uno a abandonar el mundo y perderse en ellas para siempre. La luna también pareció buscarla y su pálida luz la encontró muy cerca de él, con su mano extendida y una sonrisa inquietante y arrebatadora.
-Sabía que me encontrarías, sólo era cuestión de tiempo- Cristian cogió su mano y sintió como un torrente de energía recorría todo su cuerpo. Jamás había sentido algo igual. Sin soltar su mano (se dio cuenta que por más que lo intentara, no podía,  ni tampoco quería hacerlo)  se dio media vuelta para mirar hacia el cuerpo que yacía exánime a sus pies y no pudo evitar sentir un enorme terror cuando le dijo a ella que debían ayudarlo.
-No podemos hacer ya nada por él Cristian, él…tan sólo ha encontrado el destino que ha buscado. Ven conmigo.
-Me siento tan bien…es como si me hubiera de pronto liberado del peso que tenía sobre mis espaldas. Como si…la vida ya no representara una carga para mí. Ni siquiera me siento…borracho –dijo él, y mirándola fijamente a los ojos durante unos segundos agregó:
-Vamos.
Y sin dejar de mirarse o de sonreír, lentamente, se adentraron en el mar cogidos de la mano.