martes, 22 de febrero de 2011

La envidia de Gene Kelly

Soy Ricardo Torino, una persona normal a la que a veces, sólo a veces y en el momento menos esperado, le suceden cosas maravillosas. Nunca he tenido la suerte de ser el poseedor de un billete de lotería premiado o de que alguna de mis obras brille en una estantería junto a otros Best Sellers o de que un gran literato se asombre de mi talento como escritor (menos rentable, más loable). Mi breve y tambaleante obra apenas se ha asomado tímidamente del ordenador, para volver a entrar en espera de ser corregida, retomada o abandonada definitivamente. Y no me extraña que así sea. Llevo ya un tiempo más que considerable sentado frente a la pantalla de mi ordenador y una página que ya lleva un buen rato en blanco acusa mi falta de ideas. Me he traído el ordenador a la terraza para disfrutar de una soleada mañana de otoño mientras desayuno con un mate bien caliente y unos cereales. Desparramadas sobre la mesa y sin orden o sentido de convivencia; puedo ver una botella de vino vacía, unas velas, medio pan, un paquete de tabaco negro y cuatro mecheros. Hace más de veinticuatro horas que ella se fue, retornando así a su ciclo de vida laboral, pero siempre encuentro, aunque no las busque, señales de su paso por mi casa. Y eso, extrañamente, me produce cierta sensación de agrado. Miro la botella de vino ya vacía, el pan en proceso de petrificación y a su paquete de tabaco. Abro este último y cuento con extrañeza trece cigarrillos. Bueno, al fin y al cabo me dijo que los iba a dejar, pero no supe exactamente si hablaba del tabaco en general o de ese paquete en concreto.
A mi lado tenía una obra que me habían enviado para analizar y comentar, la había ojeado tan por encima que apenas recordaba el título. Cuando comienzo a hacer algo nunca se en dónde voy a terminar, y no me refiero a un lugar físico sino a un recoveco de mi psique. Tengo un trabajo pendiente a mi lado, pero me he distraído con las otras cosas que me rodean o me he ido aún más allá pensando en ella.
Pero que mi pensamiento coja esos rumbos no me parece en absoluto extraordinario. Aún a pesar de mis muchas y no aceptadas aún resistencias ella había irrumpido en mi vida con una fuerza arrolladora. Su alegría, su magia, su encanto y su fuerza podían arrasar con casi todo a su paso y el muro que tenía construido alrededor mío se fue derritiendo ante la calidez de sus abrazos.
Y así, sin proponérmelo, ella fue irrumpiendo en mi memoria cada vez con más fuerza. Me fui olvidando del móvil, del trabajo pendiente, y de otras cosas que me rodeaban, salvo del árbol que se mecía con el viento y del mar azul que asomaba tímidamente a través de sus ramas. Entre muchas otras imágenes vino a mi mente una que quizás jamás olvidaría. Aquella noche habíamos paseado de la mano por Sitges, disfrutando del hecho de al menos por un rato, ser completamente anónimos. Ser totalmente libres.
La lluvia comenzó a caer cada vez más fuerte y estábamos a una calle de mi casa. Ella soltó mi mano y comenzó a correr en dirección al portal, y creí que lo hacía buscando refugio de la espesa lluvia que había comenzado a caer. Se giró hacia mí y me miró, sonriente,  y comenzó a saltar debajo de la lluvia, chapoteando feliz y entonando el “I singing in the rain” mas bonito que había escuchado jamás.
Y ahí me dije que si, soy una persona normal, a la que a veces le suceden cosas maravillosas…

For "G"

viernes, 18 de febrero de 2011

Curvas peligrosas


No podía quitárselos de su embotada cabeza, anegada en vapores etílicos. Carnosos y fatales, esos labios flotaban aún húmedos entre el parabrisas de su coche y sus enrojecidos ojos. Los vio entreabrirse y unos dientes perfectos y blanquísimos brillaron como la luna. O era la misma luna la que se burlaba de su borrachera, de su estúpida y casi vergonzosa borrachera. Como si beber le ayudase en verdad a olvidar, como si ahogándose en cubatas borrara o al menos atenuara aquél recuerdo que en verdad e inevitablemente sólo conseguía avivar.
La carretera se curvó mucho antes que sus aletargados reflejos lo percibieran. El rayo lunar giró varios grados buscando su rostro. Las ruedas traseras de su coche derraparon varios metros hasta casi rozar la valla de contención. Detuvo el coche y bajó la ventanilla. La brisa fría trajo consigo el delator olor a goma quemada entremezclado con el mucho más agradable que exhalaban los pinos y el mar. Con sus manos aún agarrotadas en el volante, se quedó contemplando largamente el hueco abierto en la valla en un silencio sólo roto por la música de la radio y el suave ronronear del motor de su coche. Los hierros retorcidos y con restos de pintura roja se asemejaban a las costillas de un ser inmenso que había sufrido un brutal eventración.  Por la brecha abierta en la valla podía pasar un coche perfectamente. ¿Y si el accidente era reciente?  ¿Y si al pie del acantilado un ser se debatía entre la vida y la muerte, prisionero dentro de un amasijo de plástico, metal y horror? Sus párpados comenzaron a caer mientras contemplaba la valla. Debía levantarse y cerciorarse de que no hubiese nadie que necesitase su ayuda. Sabía muy bien que el más simple descuido en las curvas del Garraf podía suponer una imparable y fatal caída de cien o más metros hacia el mar, en donde las heladas aguas invernales bañarían la carne inerte (o aún latente) del desdichado.
Pasaron minutos, o quizá fueron tan sólo unos segundos los que se estiraron como chicle hasta eternizarse. Sus manos seguían agarrotadas en el volante mientras su cerebro, muy lejos de su cuerpo, intentaba inútilmente enviar una orden para mover a este último. ¿Es que no pasaba nadie por esa puta carretera? Sólo y en el estado en el que estaba poca cosa podría hacer. Pero nadie venía. Intentó coger su móvil pero se le cayó entre los dos asientos delanteros. No sin esfuerzo lo recuperó y vio la hora reflejada en la pantalla. Las 5:05. Hubiera jurado que era más tarde, pero el tiempo no transcurría de la misma manera cuando uno llevaba quince copas encima, y eso por experiencia lo sabía muy bien. Intentó abrir el móvil para llamar a emergencias pero volvió a caérsele y esta vez para desarmarse en varias partes que en vano intentó reunir. Al final, luchando entre la vergüenza y la resignación consiguió abrir la puerta de su coche y salir al exterior. Se tambaleó, dio un medio giro y quedó apoyado sobre el capo de su coche, sin poder evitar el vomitar sobre él. Algo del rojo de las copas no digeridas se confundieron con el rojo de su coche. Jadeando, intentó inspirar profundamente para aclarar su mente y sintió que el olor a sal y el de los pinos entraba en sus pulmones, entremezclándose con otro perfume, más lejano, entre dulce y especiado. Imposible e inesperado. Su mente le estaba jugando una mala pasada, ese perfume que allí no tenía lugar le traía el recuerdo de lo imposible. Ella irrumpía en su cerebro con un ímpetu arrollador, con la obscenidad de aquellos recuerdos que nos tocan en la parte más sensible de nuestras mentes.
Se vio de nuevo en aquél bar. En su mano izquierda giraba lentamente un vaso con dos hielos y los restos del séptimo cubata. La música estaba tan alta que sentía que vibraba todo su cuerpo al martilleante son de la misma, como si se hubiera deglutido un altavoz.
La barra era su único y firme asidero y desde allí podía tan sólo observar como cientos de difuminadas siluetas reían, bailaban, gritaban o se fusionaban con otras.
Podría haber intentado unirse a los demás, pero abandonar la barra implicaba dejar el único sostén que tenía. Además ¿Qué conseguiría con ello? Cada noche que cruzaba la puerta de aquél bar se decía a si mismo que esta vez sería diferente. Sólo bebería dos copas para animarse y se mezclaría con los demás para abandonar luego ese enjambre entrelazado con una chica.
Pero todas las noches terminaban igual…desde hacía años. Una copa llamaba a la otra hasta que al final venía la inconsciencia y, a veces, un par de manos firmes que lo arrojaban fuera como si de un despojo se tratase.
Pidió otra copa y dándole la espalda a la barra, se apoyó con los dos codos en ella y se dedicó a mirar a la gente. Dos chicos con aspecto decidido se acercaban a un grupito de chicas enfundadas en vestidos ceñidos como guantes que realzaban sus curvas de manera muy sugerente. Cerca de ellos dos chicas muy potentes habían rodeado a un muchacho que con atónita expresión veía como la distancia entre él y ellas se reducía tan sólo a milímetros. De pronto fue como si todos los que tenía delante se hubiesen puesto de acuerdo y comenzaran a apartarse, y sin saberlo ni pretenderlo abriesen un gran espacio en la pista. Y al final de este pasaje improvisado, sentada en la otra barra, sola, dándole la espalda (una hermosa espalda casi toda al descubierto), estaba ella. Un extraño tatuaje que parecía recrear una escritura cuneiforme nacía en su nuca, recorría toda su columna vertebral y se volvía a perder dónde empezaba su vestido, mucho, mucho más abajo.
Lentamente, como si ella supiera que la estaban mirando, comenzó a girar su cabeza hasta que sus ojos se encontraron ante los embobados suyos. Viéndose descubierto, quiso girar rápidamente su cabeza y mirar hacia otro lado, como otras veces, como siempre. Pero no pudo. Algo en él le decía que era mejor que mirase hacia otro lado cuanto antes, a la vez que otra parte le aconsejaba que se aprovechase de ese estado hipnótico en el que se hallaba para enmascarar su cobardía de masculino valor de macho seductor. Con una leve sonrisa y sin dejar de sostener su mirada ella comenzó a levantarse y se dirigió lenta y sinuosamente hacia él.  Se desplazó entre la gente como si estos no existiesen. Petrificado, Cristian no podía separar sus ojos de los de ella, como si dos cables invisibles pero rígidos como el acero conectaran las pupilas de ambos. Aunque resultase increíble, nadie reparaba en aquella impresionante mujer, sólo él. Sin embargo y con toda fluidez y naturalidad todos iban abriéndole camino. Cristian pensó en un cisne negro moviéndose suavemente en las aguas de un lago, aunque no supo el porqué.
Ella detuvo su andar a escasos centímetros de él y sus ojos verdes comenzaron a estudiarlo lentamente. Era hermosa, demasiado. El vaso de plástico comenzó a crujir en su mano derecha; no lo escuchó, pero sintió el líquido frío que bajaba por el dorso de su mano. Esperó que la chica no lo notara, pero no fue así.

-Mhhh, me parece que habrá que pedir otra copa- dijo ella sin bajar la mirada-
Antes de que Cristian pudiera hilar más de dos palabras con sentido se encontró con una nueva copa en su mano y ella ya llevaba un martini a su boca, mientras le sonreía de una manera que le provocó una extraña sensación que recorrió toda su espalda. Sintió como si unos dedos cargados de electricidad recorriesen su espina dorsal de punta a punta, y de no haber visto claramente que las manos de aquella diosa imposible estaban una rodeando el vaso y la otra apoyada en su cintura, hubiera jurado que eran las de ella.
La música estaba demasiado fuerte, pero Cristian escuchó claramente cada una de las palabras que ella pronunció.
-Me encantan los hombres con una gran tendencia a la autodestrucción. ¿Como te llamas?- soltó ella acompañando su pregunta con un acercamiento que dejó su rostro a no más de un par de palmos del de Cristian.
-Cristian, me llamo ¿y tu? De tanto en tanto vengo a tomar una copa por aquí con los amigos…pero hoy no han venido…no se…-balbuceó- nunca te he visto por aquí.
-No, no me has visto, pero yo si, y muy a menudo…y siempre solo.
Cristian se sintió como desarmado, anulado, casi desnudo. Iba a decir algo, no supo que, pero ella se le anticipó poniendo un dedo en sus labios y acercándose lentamente lo besó. Fue como si un torrente de energía subiese desde sus pies, recorriendo todo su cuerpo, y saliese por su boca. Las piernas se le aflojaron. Su mente se transformó de pronto en una especie de procesador en dónde todos los recuerdos de una vida se entremezclaban veloz y tumultuosamente hasta convertirse en una amalgama incomprensible.
Ella comenzó a separarse lentamente, pero él sintió como si algo invisible continuara uniéndolos.
-¿Volveré a verte?- atinó a soltar tímidamente Cristian, sin ninguna esperanza de que ello volviese a ser realidad.
Los dedos de él recorrieron el brazo de ella mientras se iba alejando lentamente y cuando llegaron a sus dedos (que se le antojaron extrañamente livianos y suaves, como casi toda ella), en ese último tacto que los unía, ella le dijo:
-Si me buscas me encontrarás, pero no te lo recomiendo. Adiós.
Y desapareció entre la gente y el mundo alrededor de Cristian pareció volver a su cauce normal. Como si ella al aparecer hubiese hecho que el tiempo transcurriese de otra manera y todo lo que había a su alrededor fuera indiferente a ellos pero a la vez parte de su órbita. Pero claro, ¿como ve el mundo un borracho?, seguramente que no de la misma manera en la que el mundo lo ve a él.
¿Por que se habría fijado en él? Se sentía poco más que un despojo humano, un ser cuya única motivación era acodarse en la barra de un bar y ver, sin intervenir jamás, como la vida transcurría sin él como partícipe.
Quizás ella había visto algo especial en él, algo que en verdad merecía la pena rescatar en medio de tanta miseria ¿Pero que? o mas bien, ¿para que?
Cientos de bares y miles de cubatas transcurrieron como una exhalación pero jamás volvió a cruzarse con ella. Y quizás no tenía demasiado sentido el seguir haciéndolo. Esta noche se dijo que sería la última. Ya no la buscaría más. Era terriblemente agotador recorrer tantos bares en una misma noche. Apenas tuvo fuerzas para salir del último garito…hasta tuvieron que”ayudarlo” para que lo hiciese. De no haber sido por sus ansias de encontrarla ni hubiera deambulado tanto, ni bebido todos aquellos cubatas de más y no hubiera cogido el coche. Esto último no había sido buena idea ya que no le quedaba ni un puto punto, salvo, si, los varios de sutura que tenía en la frente, recuerdos de su última caída.
Se dio cuenta que llevaba ya un largo rato apoyado en el capo de su coche, el calor del motor resultaba agradable e invitaba a dormirse, pero el vómito que chorreaba por el mismo no lo era tanto, y comenzaba a enfriarse.
Levantó lentamente su cabeza y miró la luna. Hubiera jurado que una sombra pasó delante de ella y volvió a sentir ese perfume. No podía ser, ¿ella estaba allí? Alucinaba.
Tambaleante, pasó a través de la valla rota y se asomó por el acantilado. El reflejo de la luna sobre el mar desplegaba una alfombra interminable desde el horizonte hasta la cala. Su visión estaba demasiado borrosa, pero podía ver algo más abajo, en la pequeña cala.
Se deslizó por la pendiente con mucha más facilidad de la que hubiese esperado y sin sufrir ningún golpe, o sin sentirlos, al menos.
Un coche rojo, ya irreconocible, estaba encajado entre las rocas y bañado por las aguas.
Se limpió un hilo de baba que le caía por la comisura y se acercó más al amasijo de hierros que tenía delante. Pudo ver que por lo que alguna vez fue un parabrisas asomaba medio torso boca abajo, con las manos hundidas en el agua.
Chapoteando en el agua helada a la que ni siquiera sentía se acercó hacia el cuerpo e intentó moverlo. Tan borracho estaba que ni siquiera sentía sus propias manos, totalmente adormecidas, ni el cuerpo que estaba tocando.
-Déjalo tranquilo, ya no se puede hacer nada por él.
Cristian sintió otra vez aquella voz increíblemente cristalina y envolvente y aquel perfume enloquecedor. Se dio vuelta y la encontró. Igual que aquella misma noche…con aquel vestido que perfilaba sus curvas de una manera que incitaba a uno a abandonar el mundo y perderse en ellas para siempre. La luna también pareció buscarla y su pálida luz la encontró muy cerca de él, con su mano extendida y una sonrisa inquietante y arrebatadora.
-Sabía que me encontrarías, sólo era cuestión de tiempo- Cristian cogió su mano y sintió como un torrente de energía recorría todo su cuerpo. Jamás había sentido algo igual. Sin soltar su mano (se dio cuenta que por más que lo intentara, no podía,  ni tampoco quería hacerlo)  se dio media vuelta para mirar hacia el cuerpo que yacía exánime a sus pies y no pudo evitar sentir un enorme terror cuando le dijo a ella que debían ayudarlo.
-No podemos hacer ya nada por él Cristian, él…tan sólo ha encontrado el destino que ha buscado. Ven conmigo.
-Me siento tan bien…es como si me hubiera de pronto liberado del peso que tenía sobre mis espaldas. Como si…la vida ya no representara una carga para mí. Ni siquiera me siento…borracho –dijo él, y mirándola fijamente a los ojos durante unos segundos agregó:
-Vamos.
Y sin dejar de mirarse o de sonreír, lentamente, se adentraron en el mar cogidos de la mano.