domingo, 4 de noviembre de 2012

                                        La segunda parada





Abrió las ventanas del dormitorio de par en par y sus goznes chirriaron su quejumbrosa canción de óxido lentamente, como si fueran estas y no él, las que despertaran de un largo sueño. Aún era de noche, aunque no tardaría demasiado en empezar a clarear. Ricardo respiró lenta e ininterrumpidamente el aire húmedo y pesado de la ciudad infinita y supo que debía partir cuanto antes. Necesitaba ver el mar, pero ese mar, no otro.

Diez años habían pasado ya desde el último viaje de Buenos Aires a Mar de Ajó. Luego vino la anciana Europa y el ritmo no menos frenético de sus grandes urbes que le resultó menos agobiante que el de su Buenos Aires natal, si, pero quizás fue tan sólo por el hecho de haber cambiado de hábitat, por el meloso sabor de lo nuevo o por la excusa autoimpuesta para justificar el desarraigo.

A tantos miles de kilómetros de su patria, curiosamente no conseguía recordar con claridad lo último que había vivido en ella, y eran los recuerdos más viejos los que cobraban color e inundaban de aromas lejanos y calidez las horas de su exilio.

¿Como era posible olvidar los mágicos momentos de su niñez? Más de una vez había intentado cerrar las puertas que había atravesado y cuando creía haberlo conseguido, un viento fuerte, fresco y con olor a mar, las abría con fuerza haciendo crujir su madera.

Mientras sorbía lentamente el mate y comía los bizcochos de grasa que había comprado anoche en la panadería de la vuelta de casa, no pudo reprimir un acceso de risa. Los bizcochos de la panadería del barrio eran quizás los más malos que había probado en su vida, y seguían tal cual los recordaba. Alguna vez se había quejado por ello, aunque ahora eso no importaba.

Su mirada se perdió en los viejos estantes de cocina que alguna vez estuvieron llenos de botes con las galletas que hacía su madre, o con los deliciosos bollos que hacía su abuela y cuya receta jamás reveló. Se imaginó subiendo y bajando de una banqueta que ahora no necesitaba para llegar a alcanzar aquellas maravillas. La casa hacía un tiempo que estaba desocupada y llevaba más de un año en venta, aunque no había aparecido ningún candidato en firme. “Es como si me hubiera estado esperando”, pensó Ricardo.  Pero los recuerdos que acumulaban esas paredes se empequeñecían casi hasta desaparecer ante las imágenes y sensaciones que aún lo sacudían de los veranos en la costa. Y de todos esos recuerdos, el que ahora irrumpía con una fuerza dulcemente arrolladora, era el del viaje de ida.

Ya tenía todo preparado para el viaje, hasta el coche. Su tío le había recomendado que alquilase uno nuevo, para ir más seguro. Ante su negativa le ofreció su nuevo coche, él se quedaría con el viejo ya que por un par de días ni siquiera lo echaría en falta.

Pero Ricardo quería el viejo Torino. No era el mismo que tuvo alguna vez su padre, pero era otra joya del 73, que aún rodaba gracias a las habilidades de su tío Quique como mecánico. El coche estaba bien, si, le dijo Quique, ya que lo había restaurado con mucho mimo, pero no sabía si haría un viaje de 400 kilómetros sin problemas.

Apenas empezaba el cielo a pintarse con los primeros reflejos del pálido sol de otoño y Ricardo ya tenía todo lo necesario cargado en el Torino.  Abrió la enorme puerta de la cupé y se sentó en el asiento del conductor. Ese era un sitio que había ocupado alguna vez, pero recordaba que apenas si llegaban a asomarle un par de pelos por encima del tablero. Palpó la suavidad y calidez del volante de madera y se hundió lenta y suavemente en sus asientos  de color beige. Era casi idéntico al coche de su padre, aunque aquel, claro está, parecía en el recuerdo infinitamente más grande. Con una actitud casi ceremonial introdujo la llave en el contacto, la giró y casi inmediatamente apretó el acelerador. El motor rugió hambriento de gasolina.  El coche se balanceaba cada vez que su pie se hundía el acelerador. Puso primera y viajó muy atrás en el tiempo.

Dejar a sus espaldas el laberinto de cemento de la gran ciudad no le supuso motivo de tristeza alguno, sino todo lo contrario. Bajó la ventanilla del coche y dejó que entrara el aire más puro de los primeros campos mientras transitaba por la autopista. Había seleccionado un buen número de viejos casetes, que había encontrado en una caja llena de polvo,  para hacer el viaje más nostálgico aún. Su tío le había dicho que el reproductor del coche aún funcionaba perfectamente.  La vacilante y emotiva voz de Serrat le trajo muchos recuerdos de los viajes a la costa. Lo vio a su padre conduciendo mientras su madre le servía unos mates. Él y su hermano menor viajaban en los asientos traseros y raramente estaban quietos. No paraban de pedirle a su madre zumo, bizcochos o bocadillos, o alguna revista con la cual entretenerse. Algunas veces revolucionaban la parte trasera del coche, tirando cosas o luchando, lo que provocaba en más de una ocasión la bronca de sus padres al empujarles los asientos delanteros, o al superar el nivel soportable de decibelios dentro del habitáculo. El viaje no era tan largo, pero en aquella época parecía durar una eternidad. Paraban en dos ocasiones, a veces una, y el sitio era quizás lo más importante del viaje. De todas las paradas del  camino había dos que eran sus favoritas, una estaba a medio camino y era como un gran rancho de paredes rosadas y techo de tejas, con enormes mesas decoradas con mosaicos en la parte de fuera. Era una parada muy conocida, famosa por los quesos y dulces en almíbar que allí se compraban. Siempre había algún perro viejo deambulando por allí al que rascarle el lomo o algún insecto extraño para la interminable colección de su hermano.

La voz clara y perentoria de su padre avisaba de la inminente partida. Ya habían hecho medio viaje. “¿Cuánto falta para llegar?” preguntaban ansiosos los tripulantes, aunque ya sabían la respuesta de antemano.

“Dos horas y media, tres a lo sumo” decía su padre y a Ricardo se le antojaba una eternidad. “Si quieren hacer pis; vayan ahora que no paro más”, avisaba muy serio, aunque su madre siempre necesitaba una parada más. Él aguantaba en silencio, rogando que su padre detuviese el coche, intentando distraerse y sin atreverse a decirle que no podía más, que su vejiga iba a reventar en cualquier momento. Pensando en aquellos momentos mientras conducía, Ricardo intentó entender el porque se su sufrimiento y pensó que quizás era simplemente por no fallarle a su padre. ¡Vaya tontería! Como cambia la perspectiva de las cosas con el correr de los años, se dijo.

Serrat aceleró su cantar y de pronto se quedó en silencio. Ricardo sacó el casete y aún cuando este estaba a varios centímetros del reproductor la cinta aún permanecía dentro, a mitad de camino entre “No hago otra cosa que pensar en ti” y “Hoy puede ser un gran día”. Venía bien preparado. Cogió al azar otro casete y lo puso, rogando que el reproductor no se devorase la cinta esta vez.  Era el de “Fiebre de sábado noche”. Aún más recuerdos que estaban allí, en estado latente, afloraron.

“Fever night, fever night feveeer…” cantaba con la cabeza fuera de la ventanilla y las pestañas se le doblaban por la fuerza del viento. Con uno de sus oídos escuchaba el rugir de los viejos aunque aún firmes 205 caballos de potencia del motor, con el otro la voz en falsete de los Bee Gees.  De pronto algo movió las capas de aire y su coche se sacudió con violencia. Una enorme mole que pasaba a escasos centímetros de su cabeza tapó el sol durante unos instantes. El bus de larga distancia lo adelantó sin ninguna dificultad, dejándole detrás en cuestión de segundos. Miró el velocímetro. Apenas si llegaba a los 110 kilómetros por hora. Su tío le había advertido que no rebasase esa velocidad, por que el motor podía recalentarse. Lo mejor sería detenerse para comprobar el agua y echarle algo de gasolina al coche, aunque lo segundo no parecía ser motivo de preocupación ya que había visto infinidad de sitios en donde repostar; algo que, según el recordaba de antaño, había que calcular muy bien porque uno podía quedarse a medio camino con el depósito del coche vacío.

Unos pocos kilómetros más adelante avistó una gasolinera con un área de servicios muy moderna y toda rodeada por un gran ventanal acristalado. Cerca de allí había un edificio algo más pequeño, casi en ruinas. Sus paredes descascaradas y su techo de tejas casi derrumbado en su totalidad acusaban el paso del tiempo y el abandono. Un perro dormía plácidamente debajo de los restos de lo que alguna vez había sido un porche.

Detuvo su coche delante de un surtidor de gasolina y un muchacho joven con una expresión de visible asombro se acercó para atenderle.

-Que lindo coche, ¡está impecable! ¿De donde viene señor?

-De Buenos Aires, pibe. Echále algo de nafta al coche, que tiene hambre.

-No me extraña don, ¿es un “siete bancadas” no?

-Creo que si, no estoy seguro. Podés levantar el capó, porque igual tengo que mirar el agua.

Al levantarle el capó el chico soltó un largo silbido. Para él, esa maraña de tubos y válvulas debía ser una maravilla de la restauración, para Ricardo simplemente era un Torino.

-Pibe-le preguntó Ricardo pensativo al chico-¿no sabés si ya me pasé una parada que se llama “Martín Fierro”?  Venden quesos y dulces, es un edificio muy grande, bien de campo…quería parar ahí a comprar algo.

El chico se quedó pensando unos segundos y le contestó: -No me suena, hay muchas paradas pero esa que me dice…pregúntele a Don Hilario, es el señor mayor que está ahí sentado, él lo sabe todo.

Ricardo dejó al chico que se quedó encantado atendiendo al Torino y se acercó al viejo.  Estaba sentado en una banqueta, en una esquina de la gasolinera. Tenía unos setenta años, pero el rostro bien curtido de haber trabajado toda su vida en el campo acusaba aún muchos más. Bebía un mate en silencio mientras hacía visera con una de sus manos para taparse del sol. Miraba hacia el horizonte en silencio.

-¿Ve esa laguna que está más allá?- Le dijo a Ricardo al verlo acercarse, como si lo conociera de toda la vida.

-Si, la veo- contestó Ricardo.

-Pues hace ya años que no se acercan pájaros grandes allí. Antes se podían ver chajás, garzas…ahora sólo hay basura y palomas. Y para rematar su frase se quedó cabeceando con nostalgia.

-Quería preguntarle si sabe de una parada que había por acá, se llamaba “Martín Fierro” y era un edificio con las paredes rosadas, con techo de tejas…afuera tenía…

-No busqués más, ya lo encontraste-le dijo el viejo a Ricardo y como respuesta levantó un dedo largo y grueso y señaló las ruinas cubiertas de hierba y olvido que había cerca de allí y agregó: --Se ve que hace mucho que no venís por acá-.

-¿Que pasó?

El viejo sonrió con tristeza y le dio un sorbo largo y ruidoso al mate.

-El tiempo, pibe, eso pasó- dijo el viejo y volviendo sus ojos cansados y vidriosos hacia la laguna, con voz cansina sentenció:- Si te quedas quieto, como esa laguna, al final te alcanza.

Embargado por una extraña sensación, Ricardo se fue en busca de su coche. El muchacho lo esperaba al lado del vehículo extendiéndole las llaves.

-Una máquina su coche señor, apenas tuve que echarle un poco de agua. De todo lo demás está perfecto. El que lo restauró si que sabe de autos, eh?

-Fue mi tío

-Dígale a su tío que Pancho, de la YPF del km 180, lo felicita.

-Se lo diré, gracias pibe-contestó Ricardo mientras le pagaba a Pancho por el servicio y le dejaba algo de propina.

-Gracias señor. Dígame, ¿encontró ese lugar que buscaba?

-No, no lo encontré.

-Bueno –prosiguió el muchacho encogiéndose de hombros- espero que tenga buen viaje, ¿va a Mar del Plata?

-No, voy a Mar de Ajó.

-¡Ah! que lindo…-dijo Pancho-, le dio un par de palmadas al Torino en el capó y se despidió de Ricardo deseándole un buen viaje por segunda vez, que prosiguió su viaje.

Mientras dejaba atrás la estación se dijo que podía haberse tomado un café en el restaurante de allí, pero la sola idea de mirar hacia atrás y encontrarse con aquél edificio en ruinas le entristecía sobremanera. Ya se detendría antes de entrar en la Ruta Interbalnearia. Allí estaba su parada favorita y era un sitio en el cual, ya sea en el viaje de ida o en el de vuelta, su padre solía hacer un alto. Estaba ubicado en una zona bastante particular, ya que en aquél tramo el tránsito de la carretera se hacía mucho más lento, de hecho un par de kilómetros antes se hallaba el desvío hacia Mar del Plata o hacia el Municipio de la Costa, en dónde estaba Mar de Ajó. Al coger este último comenzaban a aparecer, en medio del campo, multitud de puestos a uno y otro lado de la carretera que ofrecían carnes variadas a la brasa a precios asequibles. Aunque una elección equivocada del sitio podía conllevar el continuar el viaje algo indigesto o con poderosas e inevitables flatulencias. Había puestos más y menos concurridos y cuando uno iba conduciendo por aquel sitio, al reducir la velocidad también bajaba las ventanillas del coche, entonces lo que sucedía a partir de allí era una cadena de sucesos inevitables. El aroma de la carne a la brasa comenzaba a entrar por los orificios nasales de los viajeros que difícilmente podían resistirse a aquellas tentaciones y en consecuencia, se detenían a los pocos metros, con la boca haciendo agua y el estómago contoneándose de placer por lo que el cerebro le prometía. Pero su padre, por alguna razón, siempre paraba en el mismo sitio.

El atractivo de este puesto residía quizás en que era el último de todos, o de que era el único que no sólo no ofrecía barbacoas sino que contaba  con otros atractivos de los que los demás carecían. Su padre siempre aparcaba frente a un pequeño rancho que a su izquierda tenía una gasolinera (dónde solía repostar) y a su derecha un puesto lleno de maravillas comestibles producto del campo. Su hermano Marcelo y él bajaban emocionados, el primero porque sabía que en los pastizales lindantes o en las lagunas que a veces se formaban en las cercanías encontraría algún insecto extraño para incorporar a su colección o, para horror de su madre, algún reptil seco y retorcido. Dependiendo del estado de las vejigas se dirigían primero a los lavabos o a comer algo al rancho. Uno de los divertimentos de Ricardo era orinar no en el sitio predestinado a ello, sino apuntar su chorro sobre alguna cucaracha que pasaba distraídamente por allí. Luego se encontraban todos en la puerta del rancho, entraban y se sentaban en una mesa. El sitio era pequeño y muy sencillo. Ricardo recordaba con cariño la calidez de quienes atendían aquél negocio, pero por más esfuerzos que hiciese, no lograba vislumbrar sus rostros. Su padre intercambiaba con ellos unas palabras, él les contaba algunas cosas de Buenos Aires y ellos lo ponían al tanto de lo que sucedía en el campo o de las noticias que otros viajeros les habían traído. Ricardo no conseguía tampoco recordar que era lo que comía cada vez que paraban allí, pero si lo que solía beber.  Su bebida favorita quizás no era la Crush de naranja, pero era el  sabor que identificaba con ese sitio y para su paladar significaba como un preludio del verano. Por eso es que no sólo su sabor dulce y su efecto chispeante, así como el tacto de aquella botella de cristal, significaban mucho más de lo que realmente era. Era el comienzo de un verano lleno de promesas. En una de las paredes del rancho había un dibujo en tinta negra que representaba un motivo gauchesco. Hombres a caballo, alguna carreta y algún perro ladeando su cola entre los pajonales. Por alguna razón, aquél pequeño Ricardo contemplaba esa pintura con una atención casi reverencial. Cuando salían de allí siempre había algún perro al que rascarle el lomo o más rincones llenos de seres extraños que su hermano deseaba con ansias atrapar. Pero su padre les instaba a movilizarse, aunque aún faltaba algo más.

No podían irse sin pasar antes por la tienda de productos regionales, su padre decía muy sonriente que prefería no entrar, ya que si lo hacía le resultaba luego imposible salir de aquél paraíso para el paladar con las manos vacías. Salamis y quesos camperos eran compra asegurada y parte de un feliz desayuno acompañado con mate del día siguiente. A Ricardo se le iban los ojos con los productos más dulces. Y es que los higos en almíbar que se podían ver en aquellas estanterías inducían a la lujuria. Mientras Ricardo conducía y la distancia con aquél sitio iba achicándose, se encontró relamiéndose e invadido a su vez por una dulce nostalgia. Sin duda que pararía allí y que se llevaría un par de aquellos botes de dulces en almíbar. Eso haría, claro que sí.

Ricardo hizo un esfuerzo por recordar sus últimos viajes a Mar de Ajó, los que había hecho ya sólo o con sus amigos pero sin sus padres, pero curiosamente no lograba vislumbrarlos con claridad. Apenas algún recuerdo fugaz, borroso y efímero en la memoria se asomaba tímidamente, casi ajeno, para luego volver a sumergirse en el olvido.

Quizás era porque los recuerdos de cuando era más pequeño irrumpían con demasiada fuerza, como si los alimentase una fuerza propia. El seductor velo de la nostalgia flotaba suavemente sobre el presente.

Pero el viaje, aunque Ricardo se resistía a aceptarlo, ya no era lo mismo. Una sombra enorme volaba sobre el Torino amenazando velar la ilusión que había experimentado en un principio.

¿Que había pasado con el “Martín Fierro”? Aún venía a su mente la imagen de aquella imponente parada; que surgía orgullosa en medio del campo como una pirámide lo hace en un estéril  y vasto desierto. Seguro que ese Don Hilario se equivocaba y ese edificio no tenía nada que ver con aquél que él recordaba y éste se hallaba aún orgulloso en algún punto de la carretera que quizás había pasado por alto.

Ya faltaba menos para llegar a su para favorita. Las señales ya anunciaban la bifurcación que más adelante dividía la carretera en dos, hacia la enorme, bulliciosa y mega-urbanizada Mar del Plata o hacia la sencilla y familiar Mar de Ajó.

El Torino entró en la larga curva peraltada a gran velocidad, pero sus ruedas se afirmaron con seguridad al asfalto. El puente que pasaba sobre el tramo de autopista que conducía hacia Mar del Plata, le facilitó a Ricardo una posición de privilegio desde la que podía distinguir a lo lejos los primeros puestos de comida desde los que se alzaban columnas de humo tan densas, que hasta en aquél tramo de la carretera parecía haber un banco de niebla.

Casi instintivamente acarició el viejo volante de madera y bajó la velocidad de su coche, acercando su nariz hacia la ventanilla. Era como si ya no gobernase el coche y este fuese teledirigido hacia las fuentes de los irresistibles aromas que surgían de aquellos puestos. Viejas emociones, simples pero ricas en imágenes, se aunaban a su memoria olfativa para traer al presente recuerdos lejanos.

Mientras su coche transitaba por aquél corredor de la perdición, Ricardo se preguntó si aún estaría en la parada el hombre regordete y afable que lo regenteaba. Su estampa de rudo hombre de campo contrastaba con la extrema delicadeza con la que daba vida a esos bocadillos lujuriosos de los que asomaban jugosos trozos de la mejor carne asada o gruesas lonchas del típico queso de campo. En verdad que allí todo tenía un sabor único. Los bocadillos, las olivas o incluso algo tan común como un refresco de naranja, sabían diferente a los que podía comer o beber en cualquier otro sitio. Debajo de la sombra que daba un emparrado se sentaban los cuatro a comer. Ricardo podía pasarse un buen rato jugando con las irregularidades del cristal de la botella, sacándole algunos sonidos que no llegaban a ser música. Sus padres hablaban de lo que harían cuando llegases a destino, o de lo que no harían, y no le perdían ojo a Mariano, su hermano menor que jamás podía estar quieto.

-Mariano, ¿porque no te sentás bien?- le decía su madre a su hermano en un vano intento de que no se arrodillase en la silla. O el más común aún: -¡Mariano, ese bicho no me lo vas a llevar a casa! Al final, su hermano se sentaba como quería y conseguía además, llevarse algún extraño y atemorizante ejemplar de insecto en una jaula improvisada que podía ser o una botella de plástico rota o un bidón de aceite.

Siempre había por allí algún perro simpático que se escurría discretamente por debajo de la mesa y que con su mejor cara de pena conseguía que le arrojasen alguna miga de pan o un trozo de carne, o simplemente una caricia.

Recordó el nombre del puestero. Don Raúl, si, así se llamaba aquél gaucho afable que cada año que los veía llegar bajo la sombra del alero, los recibía con la natural y cálida cortesía del hombre de campo.

-¡Ya estamos por acá! ¡Y que grandes están los chicos! -Exclamaba mientras nos sacudía las melenas con sus manazas.

A medida que los recuerdos cobraban brillo y nitidez, el humo de los puestos se hacía cada vez más denso, cubriendo la carretera como si de una neblina londinense se tratase. Algunos puestos que antes eran simples estructuras con un par de paredes, un techo y unas mesas, habían desaparecido para dar paso a grandes restaurantes cuyos aparcamientos  recibían autobuses de larga distancia.

Y al fin lo vio, casi se pasa de largo porque contaba con que el puesto estaría al final, pero luego de éste habían instalado varios más. Lo recordaba más grande y rodeado de una arboleda bastante más rica de la que allí había. El viejo sauce que estaba entre el local de productos regionales y el pequeño bar aún seguía estando. Las largas hojas del viejo árbol aún le daban sombra a las mesas de la terraza. Cerca de allí aparcó el Torino. El  ronronear del motor despertó la curiosidad de más de un parroquiano o viajero que se giró para admirar el clásico. Ricardo no sabía porque, pero sentía que el corazón comenzaba a galopar dentro de su pecho, amenazando con salírsele para correr por aquellos campos.

El sitio no era tan grande como lo recordaba, e incluso se apreciaban algunos cambios en las estructuras, pero los propietarios habían decidido conservar el quincho y el bar como eran originariamente. La puerta del bar se abrió y un hombre corpulento, canoso y sonriente comenzó a acercársele mientras se acomodaba su cinto de gaucho. Era Don Raúl que se acercaba con pasos largos, lentos y firmes. Con su mirada clavada en el Torino, con un gesto de admiración por el excelente estado de aquella reliquia, tenía la misma estampa que Ricardo recodaba de cuando era pequeño. No, se dijo antes de hacer el ridículo, ese no podía ser el mismo Don Raúl, ya que tenía aproximadamente la misma edad que él.

-¡Que lindo bicho, Don! Estaba adentro, en el restaurante, lo vi que paraba acá y salí pa ´verlo. ¡No me diga que viene de Buenos Aires con este coche!-me dijo el hombretón con su claro acento de provincia.

-Si, si, vengo desde Buenos Aires y voy hasta Mar de Ajó, y quise parar acá… porque era nuestra parada obligada en el viaje. Era nuestro lugar favorito- contesto Ricardo embargado por la emoción.

-¡Ahhh mire! ¿Y dice que usté venía de chiquito por acá?

-¡Si! mire…debajo de ese sauce –contestó Ricardo señalando hacia el viejo y frondoso árbol, que se mecía suavemente sus lloronas hojas al compás del viento- nos sentábamos a veces a comer algún sánguche de esos tan buenos que hacía Don Raúl…después, antes de irnos y con la panza bien llena íbamos hasta el quincho a comprar algunos quesos e higos en almíbar. ¡Y juro por dios que no seguiré viaje sin llevarme algunos!

-Don Raúl…-dijo el hombre pensativo…como si invocara en vano a alguna figura del más allá. Usté debe estar hablando del abuelo Raúl.

-¡Es su abuelo! ¿Y sigue trabajando? ¡Me gustaría saludarlo!

-Bueeeno –prosiguió el nieto de Don Raúl arrastrando las palabras, mientras se ceñía el grueso cinto- no va a´ poder ser, el abuelo murió el año pasado. ¡El si que era un gaucho de verdad, un hombre de campo de los que ya no hay! ¡Ochenta y cinco años tenía! Y seguía trabajando…era tan tozudo el viejo…que lo parió…se cayó un día del caballo y se rompió la cadera. No quería saber nada con ir al hospital…se fue dejando y…bue…se nos fue, ¿vio?

Ricardo recibió el primer mazazo del día o quizás los anteriores no habían sido lo suficientemente fuertes como para despertarlo. Aún mantenía frescos recuerdos que más bien estarían momificados entre sus neuronas y que hubiera sido mejor que no los invocase.  Hay vivencias que permanecen suspendidas en algún punto de nuestra memoria y nos parecen inalterables. Las traemos al presente, les quitamos el polvo, les sacamos un poco de brillo y es como si las volviéramos a vivir.

El nieto de Don Raúl, que resultó llamarse igual que su abuelo, lo invitó a pasar al local con la promesa de hacerle un bocadillo tan bueno como los que comía antes “los mejores de la zona” le decía emocionado.

Ricardo se sentó y miró a su alrededor. No veía en aquel pequeño restaurante muchas cosas que le recordasen al pasado. Miró las paredes blancas, completamente limpias salvo por algún pequeño cuadro y un almanaque del año pasado. Notó que faltaba algo que de pequeño siempre le llamaba la atención.

-Perdone Raúl- le dijo al hombre que venía de la parrilla que tenía fuera con una bandeja con trozos de carne humeante, mientras le señalaba una de las paredes- allí había un mural, verdad…una pintura en la pared, digo. ¿Se acuerda?

-¡Ah! Si…uf! pero si esa la quitó mi mujer hace como diez años, ella siempre dice que hay que modernizarse ¿vio? Dígame don… ¿quiere “usté” tomar algo?  Un vinito, cerveza...- dijo sonriente el posadero mientras preparaba un enorme bocadillo.

-Si, ¿tendrá todavía por casualidad la naranja Crush?

-Uy no…es que hace años que no se fabrican, si quiere otra marca…

No se preocupe, póngame un vino, será lo mejor para acompañar ese sándwich tan bueno que me está haciendo.

Ricardo comió su bocadillo pensativo, se despidió de Raúl después de charlar un poco y lo dejó atendiendo a otros parroquianos que llegaban muertos de hambre.

Se dirigió al local de productos regionales que era atendido por la hija de don Raúl. Una chica joven y muy simpática que le dio de probar taquitos de queso y salami y hasta un pan de campo que hacían también ellos. El puesto no había cambiado tanto o al menos así le pareció a Ricardo.

-Mire, toque estos salamines, si están para comerlos ya- le dijo la chica invitándolo a comprobar la calidad de aquellos embutidos que a simple vista podían merecer la aprobación del más exigente.

Ricardo cogió un extremo del salami y comprobó su dureza. Recordó cuando lo miraba admirado a su padre, que iba testeando con una expresión seria y en silencio la calidad de los salamis hasta que decía “Este”. Notó que algo húmedo le mojaba la mejilla y se quitó la lágrima rápidamente. La chica lo notó, pero lo disimuló muy bien. Quizás jamás hubiera imaginado que algo en apariencia tan simple como palpar un embutido podía arrancarle alguna lágrima de emoción. Eligió rápidamente varios salamis, un queso, un pan de campo y unos higos en almíbar y se dirigió hacia su coche. Un perro flaco y de orejas muy largas, que estaba tumbado al lado de la entrada, levantó su hocico y comenzó a golpear su cola contra el suelo con emoción al verlo pasar, e irguiéndose rápidamente comenzó a seguirlo.

Probablemente fue el nerviosismo suscitado por aquél tan esperado viaje, o el peso de los recuerdos que habían formado en su espalda una suerte de mochila virtual con una carga tal, que hizo que su paso se ralentizara cada vez más y su mente se transformara en una nebulosa espesa en la que confluían tantos recuerdos y emociones que por más que lo intentase jamás lograría ordenar.

Se sentó a la sombra del viejo sauce y contempló en silencio su entorno. Otra lágrima volvió a escapársele. “Llorando debajo del sauce llorón” pensó y de pronto se encontró riéndose de su situación y recordó aquél viejo proverbio que decía que los sauces lloraban el exilio de los judíos a una extraña y enemiga Babilonia. En su caso el exilio no era obligado, quizás ni siquiera era adecuado denominarlo así.

Mientras su mente divagaba hacia aquí o hacia allí sintió algo frio y suave que rozaba una de sus manos que reposaba sobre su rodilla. El perrito de orejas largas respondió a las caricias entrecerrando los ojos y moviendo la cola. En el campo no se les suele hacer demasiado caso a los perros, quizás por eso éstos están mas necesitados de cariño.

Ricardo comenzó a desenvolver el salami del que cortó unos trocitos.

-Es esto lo que quieres, ¿eh? Con los mimos no llegamos a ninguna parte, ya lo se- dijo Ricardo mientras le arrojaba unos trozos de salami que fueron más que bienvenidos por el perro.

-Ya sé que no eres aquel perrito que se colaba por debajo de las mesas, en espera de que algo cayera, un mimo, un trozo de comida…y quizás no eres ni el tataranieto de aquél. Pero aquí estamos los dos, tu con tu trozo de salami y yo con mis recuerdos.

Un soplo de brisa meció las hojas del sauce que acariciaron suavemente uno de sus brazos. Respiró hondo y sintió el aroma de las flores, el perfume de los campos y el de las carnes a la brasa. Eran las sensaciones del pasado, si, pero lo que más importaba es que también eran las del presente.