Un
aroma irresistible, incomparable y tentador como ningún otro salía de la vieja
y emblemática pastelería de mi abuelo. Quizás era el chocolate, o la
mantequilla que se fundía generosamente en innumerables láminas de hojaldre, o
los panes de infinidad de sabores y texturas que él amasaba con tanta pasión.
Lo único que se es que de aquél horno salía una mágica combinación de aromas a
los que nadie que pasase por allí podía resistirse. “Es como si me hubiesen
enganchado la nariz y me arrastraran hasta aquí” le oí decir alguna vez a un
cliente. “Duermo con las ventanas abiertas todo el año para despertarme con el
olorcillo que viene de la pastelería, me hace comenzar el día con buen rollo”,
decía otra clienta.
Siempre
había cola y se podía percibir el nerviosismo que suscitaba la espera en la
clientela. Siempre se veía como alguna cabeza se alzaba por sobre las demás o
se asomaba de costado sin ocultar su preocupación.
-¿Quedarán
croissants de chocolate?…es que a mi nieto le chiflan…- aventuraba una abuela
guerrera mientras se inventaba las mil y una tretas o excusas para colarse.
-Pues
yo no veo las cocas de vidre- decía otro en tono preocupado.
De
pronto todos se quedaban en silencio. La cortina que separaba el horno del
resto de la tienda se corría lentamente y las manos de Don Enric, mi abuelo,
aparecían fuertes y enharinadas y con voz tranquila calmaba a sus clientes.
-¡Tranquilos,
que hay para todos!
Y
en verdad que así era. De pronto bajaba su mirada y me encontraba cogido de la
mano de mi madre, mirándolo asombrado como si de un gran mago se tratase.
Me
sonreía y con un gesto que los dos sabíamos muy bien lo que significaba me
invitaba a pasar al laboratorio en dónde la alquimia era una realidad.
Sus
dedos se movían sobre la tibia masa como los de un gran escultor lo hacían en
la fría arcilla. De pronto separaba un bollo de masa y me lo arrojaba cerca de
él, invitándome a emularlo. Aún recuerdo nítidamente la primera vez que me
acerqué a aquella informe masa. Veía a aquél bollo como una enorme montaña,
sublime e imposible de conquistar. Y me fui acercando tímidamente a él,
observando cada uno de sus lados, sin saber bien en dónde y como debía posar
mis manos.
-La
masa está viva- decía el abuelo- responde a tus caricias, reacciona a tus manos
cambiando de forma, de temperatura. Su
textura se hace más suave hasta que llega a un punto en que ya nada puedes hacer,
ha alcanzado su estado óptimo y el siguiente paso sólo puede ser aquél que inmortalice
esa belleza y la eleve a su cálida perfección. El horno.
Yo
lo observaba boquiabierto. El juego de luces rojas y sombras que se proyectaba
sobre él lo imbuía de características sobrenaturales. Era Vulcano en su forja,
pero para mí de su horno no salían las armas de los dioses, sino las delicias
que bien podían ser la causa justificada de sus debilidades.
En
las fechas especiales, en esas en las que las pastelerías producían maravillas
que tan sólo se podían disfrutar por unos días contados, la cola de clientes
que salía del horno del abuelo Enric era la envidia de la competencia. Recuerdo
que unas pascuas, un renombrado pastelero que venía de Barcelona le había
confesado que cada año venía a buscar sus huevos, ya que jamás, ni él mismo ni
nadie, había logrado realizar una delicia que se comparase, ni remotamente, con
aquellas esferas de chocolate.
Es
que el placer que podía experimentarse al comer uno de esos huevos comenzaba
incluso antes de llevarlos a la boca. A medida que uno iba soltando la cinta de
color que cerraba el envoltorio, un aroma único y seductor comenzaba a fluir
hacia el exterior. A partir de allí, todo lo que sucedía luego parecía
inevitable. La textura de aquél chocolate, que al quebrarse entre los dedos
producía un sonido seco y tentador, su brillo, su sabor…ah, su sabor…éste era
en verdad incomparable. Jamás olvidaré lo que sentía cuando aquellos trozos se
deshacían en mi boca lentamente. Era un niño muy inquieto, terriblemente
ansioso, y si tenía cualquier cosa dulce delante de mí, me resultaba imposible
el reprimir el impulso que me llevaba a devorármela sin detenerme a
disfrutarla. Pero con los huevos de pascua del abuelo Enric me pasaba algo
totalmente diferente. Aunque era pequeño, entendía o creía que comerme sin
respiro ni pausa una de aquellas delicias significaba el cometer lo que para mi
joven mente representaba lo más parecido a un sacrilegio.
Unas
pascuas, cuando ya era un adolescente con tantos granos en la cara como dulces
me había comido en mi vida, estaba ayudando a mi abuelo en la pastelería.
Vertía el chocolate caliente en los moldes, preparaba la pasta para decorarlos,
todo bajo su atenta mirada. Pero aunque ponía mi mayor empeño en la fabricación
de esos huevos, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, nunca me salían
como los del abuelo Enric.
-No
lo entiendo abuelo, durante años he trabajado a su lado en la pastelería. He
hecho roscas de reyes, cocas, huevos…de todo…pero nunca me salen como a usted.
¿Es que hay algo que no me ha explicado aún? -le pregunté, y agregué, convencido de que quizás no me lo
había dicho todo- ¿o es que en verdad hay un ingrediente secreto, como dicen
muchos de sus colegas pasteleros, que no quiere revelar?
Mi
abuelo se quedó pensativo durante unos segundos, contemplando como se secaba el
chocolate en uno de los moldes, como cambiaba el brillo en la dulce superficie
a medida que éste se solidificaba.
-Si
que hay un ingrediente, pero ya sabrás cuál es y como usarlo a su debido
momento. Dime Pau ¿en que estás pensando ahora mismo?
Agaché
levemente mi cabeza buscando un punto neutro. Un rincón en la pared o un
vértice de la mesa de trabajo.
-Pienso
en que me gustaría saber….-comencé a mentir.
-Estás
pensando en que te están esperando tus amigos para ir a hacer alguna
gamberrada…venga, ve con ellos, ya me has ayudado bastante, no hace falta que
te quedes.
-Entiendo-
afirmé con la certeza de que estaba recibiendo la iluminación tan esperada- si
uno piensa sólo en lo que está haciendo en ese momento y no en otra cosa, lo
hará bien y…
-Ya
lo haces muy bien, ya entenderás cuando llegue el momento- me dijo apoyándome
la mano en el hombro.
Los
años fueron pasando y yo seguí creciendo en tamaño y también, claro, en
estupidez. Las chicas y la fiesta (aunque no así los estudios) hicieron que mis
visitas a la pastelería fueran cada vez más esporádicas. Recuerdo aquél
mediodía de pascua en el que en un estado de resaca algo difícil de sobrellevar
y un más que delator paso errante entré
en la pastelería a por algo dulce que llevar a mi estómago. La encontré a mi
abuela en la caja, quien con aire algo preocupado y mientras yo cogía una caña
de chocolate y comenzaba a engullirla, dejando tras de mí un rastro de azúcar glas
y hojaldre, me dijo:
-No
sé lo que le pasa a tu abuelo, hace tres horas que está ahí sentado, mirando un
huevo de pascua y no dice ni una palabra…
Entré
en el horno y allí estaba el abuelo. Mirando en silencio un huevo de pascua
inacabado que ya comenzaba a derretirse
entre sus manos
-¿Estás
bien abuelo? ¿Ha pasado algo?- le pregunté sin disimular cierta preocupación.
-¿Que
qué ha pasado?, pues que las pascuas han terminado…y con ellas las monas y los
huevos…
-Bueno…
¿es una tradición no? Se acaban las pascuas…y se acaban los huevos- eso fue lo
más acertado que se me ocurrió decir.
El
abuelo Enric siguió mirando en silencio el huevo que ya se estaba tornando algo
informe y sin levantar la vista de él continuó.
-Pero
si pudieses comer huevos en otras fechas del año, lo harías, ¿verdad?-me dijo,
pensativo.
-Uh,
supongo que si, abuelo- contesté frotándome la cabeza como para quitarme el
bombardeo musical que aún seguía rebotando en mi caja craneana.
El
abuelo se levantó de la silla con una rapidez que me asombró, me cogió de los
hombros y me miró muy serio a los ojos. De pronto noté lo mayor que estaba y
aunque sus manos parecían firmes, podía sentir como temblaban levemente.
Emocionado
y sin dejar de mirarme me dijo:
-¡Haré
huevos de chocolate blanco y negro los lunes y los martes, blanquinegros los
miércoles y los jueves, con sorpresas los viernes y sábados y los
domingos…huevos de colores…hasta habrá huevos con un número para un sorteo
especial!
-¿Sorteo
especial?
-Si…-continuó
cada vez más entusiasmado mientras gesticulaba en el aire dándole forma a
huevos imaginarios- una vez al mes se sorteará un huevo gigantesco que a su vez
contendrá maravillosas sorpresas…sería increíble, nunca se habría visto algo
parecido…nadie se quedaría sin sus huevos…¿que te parece, Pau? ¿Me ayudarías?
Cogí
un trozo del huevo que había dejado el abuelo sobre la mesa de trabajo y me lo
llevé a la boca, me froté las sienes con fuerza y sólo atiné a contestarle con
un simple “no sé abuelo, me voy a casa, estoy de resaca…”
Aquél
día, que aún recuerdo como una nebulosa y a medio camino entre la confusión y
la negación, fue la última vez que vi a mi abuelo Enric, de hecho sí lo vi,
pero ya estaba muerto.
Recuerdo
con todo detalle la mañana en la que mi madre me despertó, a diferencia de otros días en los que lo
hacía con amenazas que nunca se cumplían, con una suave sacudida. Su imagen me
apareció borrosa en un principio y su expresión, aunque aún la veía algo
desdibujada, me dijo aquello que no quería saber antes de que su boca se
abriera. Tan sólo atinó a decir dos palabras. Dos palabras bastaron para que mi
mundo se desmoronase como un castillo de naipes lo hace con un suspiro.
-El
abuelo…
Si,
mi abuelo se había ido con su magia y el mundo me resultaba ahora mucho más hueco
y sin sentido…
Siempre
que iba a casa de mis amigos, pasaba frente a la pastelería del abuelo Enric y
no podía evitar el detenerme, durante unos segundos, a contemplar la vieja y
pesada persiana bajada que cada día acumulaba entre sus pliegues polvo, óxido y tristeza.
Una
tarde como cualquier otra pasaba por allí (siempre por la acera de enfrente, no
tenía el suficiente valor como para hacerlo por la puerta) y realicé mi parada
habitual frente a la pastelería. Iba a seguir mi camino cuando escuché la
conversación que mantenían dos abuelas del barrio. Las reconocí como clientas
habituales aunque ellas parecieron no reparar en mí.
-No
sé que va a pasar con la pastelería… ¿tú sabes algo? Ya lleva dos meses
cerrada…-decía una de ellas.
-Ay…pues
que va a pasar ¡nada! ¿Quien la va abrir? Don Enric ya no está, la Montse no
puede sola, la pobre está muy mayor y su hija tiene su trabajo.
-¿Y
su nieto? ¿Aquél chaval que lo ayudaba a veces? Ese debe de estar ya
grandecito…
-¿Ese?
Es un pieza, María…sólo piensa en ir de fiesta con sus amigos. Olvídate de la
pastelería, y si la abren, nunca será como cuando la llevaba Don Enric, él era
único.
Y
siguieron hablando durante un buen rato, enumerando con nostalgia cada una de
las delicias que para mí, que las conocía desde su gestación, y para otros
tantos que la admiraban en su culminación, eran como obras de arte comestibles.
Me
quedé allí, como petrificado. Intenté huir pero era como si alrededor de mis
pies se hubiese formado una firme capa de cemento que me lo impedía. Las
personas y los coches que pasaban entre la tienda y yo se transformaron en borrosas
imágenes de una película en la que sólo se apreciaba con nitidez la imagen
estática de la tienda.
Me
sentí muy sólo en aquél cine.
Me
hubiera encantado ver los rostros de aquellos transeúntes que veían
interrumpido su andar al ver que una luz en un principio pequeña y tenue,
comenzaba a crecer a medida que la persiana de la vieja pastelería de Don Enric
comenzaba a levantarse lentamente. En la calle y con sus narices a pocos
centímetros del cristal, los vecinos del barrio no salían de su asombro al contemplar
los huevos de pascua más increíbles en tamaños, diseños y colores que habían
visto jamás. Y lo más increíble era que estábamos en pleno mes de mayo.
Ya
os dije que me hubiera encantado ver sus caras, pero no podía. El chocolate no
puede verterse así como así en los moldes. Hace falta mucha dedicación y una
gran atención para hacer los mejores huevos de pascua. Pero para que la fórmula
resulte perfecta hace falta amor, mucho amor.