jueves, 3 de mayo de 2012

Detrás de la persiana






Un aroma irresistible, incomparable y tentador como ningún otro salía de la vieja y emblemática pastelería de mi abuelo. Quizás era el chocolate, o la mantequilla que se fundía generosamente en innumerables láminas de hojaldre, o los panes de infinidad de sabores y texturas que él amasaba con tanta pasión. Lo único que se es que de aquél horno salía una mágica combinación de aromas a los que nadie que pasase por allí podía resistirse. “Es como si me hubiesen enganchado la nariz y me arrastraran hasta aquí” le oí decir alguna vez a un cliente. “Duermo con las ventanas abiertas todo el año para despertarme con el olorcillo que viene de la pastelería, me hace comenzar el día con buen rollo”, decía otra clienta.  

Siempre había cola y se podía percibir el nerviosismo que suscitaba la espera en la clientela. Siempre se veía como alguna cabeza se alzaba por sobre las demás o se asomaba de costado sin ocultar su preocupación.

-¿Quedarán croissants de chocolate?…es que a mi nieto le chiflan…- aventuraba una abuela guerrera mientras se inventaba las mil y una tretas o excusas para colarse.

-Pues yo no veo las cocas de vidre- decía otro en tono preocupado.

De pronto todos se quedaban en silencio. La cortina que separaba el horno del resto de la tienda se corría lentamente y las manos de Don Enric, mi abuelo, aparecían fuertes y enharinadas y con voz tranquila calmaba a sus clientes.

-¡Tranquilos, que hay para todos!

Y en verdad que así era. De pronto bajaba su mirada y me encontraba cogido de la mano de mi madre, mirándolo asombrado como si de un gran mago se tratase.

Me sonreía y con un gesto que los dos sabíamos muy bien lo que significaba me invitaba a pasar al laboratorio en dónde la alquimia era una realidad.

Sus dedos se movían sobre la tibia masa como los de un gran escultor lo hacían en la fría arcilla. De pronto separaba un bollo de masa y me lo arrojaba cerca de él, invitándome a emularlo. Aún recuerdo nítidamente la primera vez que me acerqué a aquella informe masa. Veía a aquél bollo como una enorme montaña, sublime e imposible de conquistar. Y me fui acercando tímidamente a él, observando cada uno de sus lados, sin saber bien en dónde y como debía posar mis manos.

-La masa está viva- decía el abuelo- responde a tus caricias, reacciona a tus manos cambiando de forma, de temperatura.  Su textura se hace más suave hasta que llega a un punto en que ya nada puedes hacer, ha alcanzado su estado óptimo y el siguiente paso sólo puede ser aquél que inmortalice esa belleza y la eleve a su cálida perfección. El horno.

Yo lo observaba boquiabierto. El juego de luces rojas y sombras que se proyectaba sobre él lo imbuía de características sobrenaturales. Era Vulcano en su forja, pero para mí de su horno no salían las armas de los dioses, sino las delicias que bien podían ser la causa justificada de sus debilidades.

En las fechas especiales, en esas en las que las pastelerías producían maravillas que tan sólo se podían disfrutar por unos días contados, la cola de clientes que salía del horno del abuelo Enric era la envidia de la competencia. Recuerdo que unas pascuas, un renombrado pastelero que venía de Barcelona le había confesado que cada año venía a buscar sus huevos, ya que jamás, ni él mismo ni nadie, había logrado realizar una delicia que se comparase, ni remotamente, con aquellas esferas de chocolate.

Es que el placer que podía experimentarse al comer uno de esos huevos comenzaba incluso antes de llevarlos a la boca. A medida que uno iba soltando la cinta de color que cerraba el envoltorio, un aroma único y seductor comenzaba a fluir hacia el exterior. A partir de allí, todo lo que sucedía luego parecía inevitable. La textura de aquél chocolate, que al quebrarse entre los dedos producía un sonido seco y tentador, su brillo, su sabor…ah, su sabor…éste era en verdad incomparable. Jamás olvidaré lo que sentía cuando aquellos trozos se deshacían en mi boca lentamente. Era un niño muy inquieto, terriblemente ansioso, y si tenía cualquier cosa dulce delante de mí, me resultaba imposible el reprimir el impulso que me llevaba a devorármela sin detenerme a disfrutarla. Pero con los huevos de pascua del abuelo Enric me pasaba algo totalmente diferente. Aunque era pequeño, entendía o creía que comerme sin respiro ni pausa una de aquellas delicias significaba el cometer lo que para mi joven mente representaba lo más parecido a un sacrilegio.

Unas pascuas, cuando ya era un adolescente con tantos granos en la cara como dulces me había comido en mi vida, estaba ayudando a mi abuelo en la pastelería. Vertía el chocolate caliente en los moldes, preparaba la pasta para decorarlos, todo bajo su atenta mirada. Pero aunque ponía mi mayor empeño en la fabricación de esos huevos, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, nunca me salían como los del abuelo Enric.

-No lo entiendo abuelo, durante años he trabajado a su lado en la pastelería. He hecho roscas de reyes, cocas, huevos…de todo…pero nunca me salen como a usted. ¿Es que hay algo que no me ha explicado aún? -le pregunté,  y agregué, convencido de que quizás no me lo había dicho todo- ¿o es que en verdad hay un ingrediente secreto, como dicen muchos de sus colegas pasteleros, que no quiere revelar?

Mi abuelo se quedó pensativo durante unos segundos, contemplando como se secaba el chocolate en uno de los moldes, como cambiaba el brillo en la dulce superficie a medida que éste se solidificaba.

-Si que hay un ingrediente, pero ya sabrás cuál es y como usarlo a su debido momento. Dime Pau ¿en que estás pensando ahora mismo?

Agaché levemente mi cabeza buscando un punto neutro. Un rincón en la pared o un vértice de la mesa de trabajo.

-Pienso en que me gustaría saber….-comencé a mentir.

-Estás pensando en que te están esperando tus amigos para ir a hacer alguna gamberrada…venga, ve con ellos, ya me has ayudado bastante, no hace falta que te quedes.

-Entiendo- afirmé con la certeza de que estaba recibiendo la iluminación tan esperada- si uno piensa sólo en lo que está haciendo en ese momento y no en otra cosa, lo hará bien y…

-Ya lo haces muy bien, ya entenderás cuando llegue el momento- me dijo apoyándome la mano en el hombro.

Los años fueron pasando y yo seguí creciendo en tamaño y también, claro, en estupidez. Las chicas y la fiesta (aunque no así los estudios) hicieron que mis visitas a la pastelería fueran cada vez más esporádicas. Recuerdo aquél mediodía de pascua en el que en un estado de resaca algo difícil de sobrellevar y un más que delator  paso errante entré en la pastelería a por algo dulce que llevar a mi estómago. La encontré a mi abuela en la caja, quien con aire algo preocupado y mientras yo cogía una caña de chocolate y comenzaba a engullirla, dejando tras de mí un rastro de azúcar glas y hojaldre, me dijo:

-No sé lo que le pasa a tu abuelo, hace tres horas que está ahí sentado, mirando un huevo de pascua y no dice ni una palabra…

Entré en el horno y allí estaba el abuelo. Mirando en silencio un huevo de pascua inacabado que ya comenzaba  a derretirse entre sus manos

-¿Estás bien abuelo? ¿Ha pasado algo?- le pregunté sin disimular cierta preocupación.

-¿Que qué ha pasado?, pues que las pascuas han terminado…y con ellas las monas y los huevos…

-Bueno… ¿es una tradición no? Se acaban las pascuas…y se acaban los huevos- eso fue lo más acertado que se me ocurrió decir.

El abuelo Enric siguió mirando en silencio el huevo que ya se estaba tornando algo informe y sin levantar la vista de él continuó.

-Pero si pudieses comer huevos en otras fechas del año, lo harías, ¿verdad?-me dijo, pensativo.

-Uh, supongo que si, abuelo- contesté frotándome la cabeza como para quitarme el bombardeo musical que aún seguía rebotando en mi caja craneana.

El abuelo se levantó de la silla con una rapidez que me asombró, me cogió de los hombros y me miró muy serio a los ojos. De pronto noté lo mayor que estaba y aunque sus manos parecían firmes, podía sentir como temblaban levemente.

Emocionado y sin dejar de mirarme me dijo:

-¡Haré huevos de chocolate blanco y negro los lunes y los martes, blanquinegros los miércoles y los jueves, con sorpresas los viernes y sábados y los domingos…huevos de colores…hasta habrá huevos con un número para un sorteo especial!

-¿Sorteo especial?

-Si…-continuó cada vez más entusiasmado mientras gesticulaba en el aire dándole forma a huevos imaginarios- una vez al mes se sorteará un huevo gigantesco que a su vez contendrá maravillosas sorpresas…sería increíble, nunca se habría visto algo parecido…nadie se quedaría sin sus huevos…¿que te parece, Pau? ¿Me ayudarías?

Cogí un trozo del huevo que había dejado el abuelo sobre la mesa de trabajo y me lo llevé a la boca, me froté las sienes con fuerza y sólo atiné a contestarle con un simple “no sé abuelo, me voy a casa, estoy de resaca…”

Aquél día, que aún recuerdo como una nebulosa y a medio camino entre la confusión y la negación, fue la última vez que vi a mi abuelo Enric, de hecho sí lo vi, pero ya estaba muerto.

Recuerdo con todo detalle la mañana en la que mi madre me despertó,  a diferencia de otros días en los que lo hacía con amenazas que nunca se cumplían, con una suave sacudida. Su imagen me apareció borrosa en un principio y su expresión, aunque aún la veía algo desdibujada, me dijo aquello que no quería saber antes de que su boca se abriera. Tan sólo atinó a decir dos palabras. Dos palabras bastaron para que mi mundo se desmoronase como un castillo de naipes lo hace con un suspiro.

-El abuelo…

Si, mi abuelo se había ido con su magia y el mundo me resultaba ahora mucho más hueco y sin sentido…

Siempre que iba a casa de mis amigos, pasaba frente a la pastelería del abuelo Enric y no podía evitar el detenerme, durante unos segundos, a contemplar la vieja y pesada persiana bajada que cada día acumulaba entre sus pliegues  polvo, óxido y tristeza.

Una tarde como cualquier otra pasaba por allí (siempre por la acera de enfrente, no tenía el suficiente valor como para hacerlo por la puerta) y realicé mi parada habitual frente a la pastelería. Iba a seguir mi camino cuando escuché la conversación que mantenían dos abuelas del barrio. Las reconocí como clientas habituales aunque ellas parecieron no reparar en mí.

-No sé que va a pasar con la pastelería… ¿tú sabes algo? Ya lleva dos meses cerrada…-decía una de ellas.

-Ay…pues que va a pasar ¡nada! ¿Quien la va abrir? Don Enric ya no está, la Montse no puede sola, la pobre está muy mayor y su hija tiene su trabajo.

-¿Y su nieto? ¿Aquél chaval que lo ayudaba a veces? Ese debe de estar ya grandecito…

-¿Ese? Es un pieza, María…sólo piensa en ir de fiesta con sus amigos. Olvídate de la pastelería, y si la abren, nunca será como cuando la llevaba Don Enric, él era único.

Y siguieron hablando durante un buen rato, enumerando con nostalgia cada una de las delicias que para mí, que las conocía desde su gestación, y para otros tantos que la admiraban en su culminación, eran como obras de arte comestibles.

Me quedé allí, como petrificado. Intenté huir pero era como si alrededor de mis pies se hubiese formado una firme capa de cemento que me lo impedía. Las personas y los coches que pasaban entre la tienda y yo se transformaron en borrosas imágenes de una película en la que sólo se apreciaba con nitidez la imagen estática de la tienda.

Me sentí muy sólo en aquél cine.



Me hubiera encantado ver los rostros de aquellos transeúntes que veían interrumpido su andar al ver que una luz en un principio pequeña y tenue, comenzaba a crecer a medida que la persiana de la vieja pastelería de Don Enric comenzaba a levantarse lentamente. En la calle y con sus narices a pocos centímetros del cristal, los vecinos del barrio no salían de su asombro al contemplar los huevos de pascua más increíbles en tamaños, diseños y colores que habían visto jamás. Y lo más increíble era que estábamos en pleno mes de mayo.

Ya os dije que me hubiera encantado ver sus caras, pero no podía. El chocolate no puede verterse así como así en los moldes. Hace falta mucha dedicación y una gran atención para hacer los mejores huevos de pascua. Pero para que la fórmula resulte perfecta hace falta amor, mucho amor.