lunes, 25 de febrero de 2008

La savia de mis venas

Soy…un Cardillo
Si…un simple vegetal pequeñito, sencillito…
A veces puedo pinchar y otras, bajo la suela del caminante,
Soy yo mismo montón de nada
Los dioses ni siquiera me han agraciado con la longevidad del baobab
O con el perfume de los jazmines.

Podría pasar casi desapercibido, pero hoy un humano me ha mirado.
Si, un ser de esos, de los favoritos del Olimpo, ha reparado en mi.
Y me ha contemplado, con unos ojos enormes y expresivos.
Me perdí en la inmensidad de sus iris cambiantes
Y en la media luna de su sonrisa seductora
Y mi tiempo, tan efímero, se detuvo.

Uno de sus dedos, tan largos como mi tallo, tocó una de mis hojas.
Sentí su energía entremezclarse con la de mi pequeño y espinoso cuerpecillo
Y la savia comenzó a recorrer todo mi ser vegetal.

Abrió su boca y un hálito fresco hizo temblar mi cuerpo, pero ella no lo notó

Quise enredar mis pequeñas ramitas entre sus dedos, pero mi condición de ser inanimado no me lo permitía.

Quise al menos florecer, pero ni siquiera podía aún.

Y con una sonrisa aún en los labios, se fue
Y yo me quedé, con mis pies en la tierra y mis brazos al sol.

Como agradeciendo a los dioses por ese, y por todos aquellos momentos

Que en su intensa belleza nos han hecho sentir eternos

martes, 19 de febrero de 2008

Tarjeta de embarque

Fragmentos de tiempo que surgen en nuestras vidas
Sesgando momentos, marcando historias.
Escribiendo finales con un trazo demasiado fuerte como para poder borrarse

Son nubes grises, cargadas de una lluvia que intentamos ver refrescante cuando es más bien ácida.
Lágrimas enturbiando nuestras pupilas
Es como nuestra propia sangre que nos abandona
O como medio corazón, que se corta y vuela

Pero también es cierto que…
No hay separaciones difíciles sin sentimiento
Ni despedidas dolorosas si no hay amor

Sería verdaderamente triste,
Intentar dejar volar a una gaviota
Que jamás tuvo alas.

sábado, 16 de febrero de 2008

La sonrisa de Bayonne

En sus calles estrechas, de casitas casi iguales

En sus tejados salpicados de antenas y de palomas

No supo el sol posarse, durante esos cinco días.

Se dice que sin sol no podemos vivir

Pero mucho más difícil es hacerlo sin sonrisas

Sin ellas son oscuras todas las esquinas y calles del alma.

Y no faltaron las sonrisas, que fueron muchas.

Y no faltaron los besos ni las sábanas calientes, que no fueron pocos.

Pero que nunca son suficientes.

Un cafe en las ramblas

Afuera hace frío, llueve.
Las luces de la calle se encienden una a una iluminando los rostros.
Rostros sonrosados, rostros negros, rostros oliváceos, amarillos…
Veo gente que viene, gente que va; de alguna parte y a ningún lugar.
Ojos que miran el mismo paisaje de todos los días, ojos que miran lo nuevo.
También los míos lo hacen desde atrás del cristal del bar y de las frías gotas que se deslizan por su perfecta superficie…y trato de entenderlos, de saber que piensan.
Saber que siente la estatua viviente, ya no tan rígida y tiritando de frío al abrigo de un diminuto techo…mientras la pintura chorrea por su rostro.
Una pareja de orientales camina sonriente bajo la lluvia, asombrándose de una flor, de una farola, o de su propia dicha…y me pregunto que sienten…
Algunos ojos en su paso se encuentran con los míos y me miran sin verme, como yo a ellos…y me pregunto que sienten.

Miro al cachorrillo de pelo negro y alborotado que se acurruca en un rincón con su pelo mojado y su cuerpito tembloroso.
Sus ojillos vivaces y expresivos se encuentran con los míos y me pregunto que siente y me digo que quizás y sólo por un instante…los dos sentimos lo mismo.

Contra el viento

Como una gaviota que vuela contra el viento,
Intento llegar a ti, como flotando.

Un viaje que se me antoja eterno
A un universo extraño y tentador

Más una cálida brisa me eleva
Quizá sean esos labios al abrirse,
Musitando palabras que no comprendo.

Pero la brisa desaparece y un viento frío asota mi plumaje
Es la realidad que me aleja de ti

Más no me importa
Esta noche, en la calidez de mi nido,
Mis sueños me darán alas tan fuertes que ningún viento me detendrá.

Y por un onírico instante que me valdrá por una eternidad,
Tu boca se fundirá con la mía,
Y desearé no despertar jamás.

Solo

Cuando la ví en aquella fiesta, nada más existió a mi alrededor. Sentía que mis ocasionales competidores zumbaban como moscas en mis oídos y las demás personas sólo eran parte de un decorado.

Y terminamos en aquel balcón, debajo de la lluvia, sin notar que nos mojábamos.
Y allí nos besamos.
Unos labios que no olvidaré susurraron un "quiero dormir contigo" y nuestras manos se enlazaron para huir de allí.

Pasos y besos debajo de la fría lluvia, que se evaporaba antes de tocar nuestros cuerpos. Era casi imposible avanzar en ese entrelazarse y unirse de manos ansiosas y ávidos labios.

Después de un eterno viaje llegamos a casa, nuestros cuerpos eran dos volcanes que erupcionaban deseo.

Y lo inevitable sucedió.

Los días pasaron y nuestros cuerpos siguieron buscándose. Sus labios pronunciaban palabras hermosas y mis ojos reflejaban sueños y deseos hace tiempo sepultados en el desierto de mi corazón.

Pero un día, aquel temido gusanillo de la duda, o quizás aquella invisible y gélida agua que apaga los deseos más irreprimibles, cayó sobre ella.

Y nunca más, ni sus besos, ni su mirada dulce de enamorada que no entiende los dictámenes de su corazón, ni sus labios insaciables, ni el dulce perfume de su piel...

Sólo un adiós, que se me antojó incomprensible como todo aquello a lo que no nos resignamos a aceptar.
Y aquel sabor amargo,
De lo que creemos haber perdido para siempre.

La Leyenda del Ogur (cuento)


Desparramados alrededor de su camita se hallaban algunos de sus juguetes preferidos. Soldados futuristas con fusiles protónicos se enfrentaban a tiranosaurios de articuladas fauces, caótica imagen junto a la autopista del scalecxtric.

Pero allá en lo alto, como dominando la escena desde un puesto por demás privilegiado, una informe criatura de plastilina se hallaba en la atalaya conformada por la mesita de luz de Carlitos.
El padre se acercó, besó la frente del niño, lo tapó y apagó la luz. Antes de cerrar la puerta de la habitación se detuvo a contemplar por unos segundos a la criatura de plastilina.
La débil luz que provenía del pasillo proyectaba una sombra que imbuía a la criatura de características ciclópeas.
Curiosamente, la impresión que causaba era más bien de protección, como si velara por el sueño del niño.

La puerta de la habitación se cerró suavemente. El cuarto quedó sumido en las sombras.

La mañana comenzó con aroma a chocolate y la promesa de un delicioso bizcocho que parecía estar gestándose en el horno.
La lejana voz de su madre llamándolo desde la cocina no hubiera sido suficiente para decidirlo a levantarse sin el incentivo de esas delicias.
Se sentó en la silla y puso al lado del tazón de chocolate a su informe amigo, afirmando sus maleables patas al vinilo del mantel.

-Que es eso que has hecho? -preguntó Cristina, su madre

-Es Ogur

-Como has dicho? Ogur? Porque le has puesto ese nombre tan raro, es vasco? Jeje..

-A mi me suena a otra cosa- dijo Ramón, el padre, mientras cogía un yogur de la nevera.

-Yo no le puse ese nombre- terció Carlitos algo ofuscado, mientras hundía su morro en el chocolate.


-Bueno hijo, coge la mochila que la escuela te espera! –dijo Ramón mientras cogía las llaves del coche. -Por cierto, este fin de semana te quedarás con tu abuela Lola ya que nos vamos a navegar con unos amigos, te portarás bien?

-Me hará bizcocho?

-Se puede esperar menos de la abuela?

-Bieeeennn!!!!!!! –exclamó Carlitos mientras pillaba su mochila.



La abuela entró en la casa con su amplia sonrisa y su bolso sospechosamente cargado. Carlitos corrió a abrazarla para a los pocos segundos desviar su atención hacia el abultado bolso.

-Chuches!!

-Si, pero son para después de comer!. Y mira a ver si encuentras algo más en ese bolso, parece que hay algo grande, (dijo su abuela a la vez que le guiñaba un ojo)

El niño abrió el bolso, del cual afloró una generosa bolsa que contenía dulces variados en color y sabores. Pero lo bueno estaba debajo de esas delicias. Sus ojos se abrieron como platos, a la vez que una entrecortada expresión denotaba su asombro. La bolsa cayó al suelo como la cáscara de un plátano, quedando en sus manos la reluciente caja. “Maximised Robotron” rezaban unas letras fulgurantes, pero más aún brillaban los ojos del asombrado Carlitos.

-Es…es el Robotrón!!! Gracias, abuelita! nunca pensé que lo tendría!

-Ostras!! A ver hijo que cosa más increíble ha traído la abuelita?
--el padre comenzó a leer la caja—Robotrón camina, salta, nada, trepa, baila salsa, canta canciones en japonés, reconoce tu voz, coge cosas…increíble, no sabía que existían tales cosas fuera de las pelis de ciencia ficción!

-Pero no hace los deberes- agregó la madre frunciendo el ceño. Pero bueno, ahora puedes abrir la caja si quieres, veamos lo que puede hacer este muchacho!.

En pocos minutos, Carlitos, por medio de un mando, dominaba a Robotrón casi a la perfección, y en un alarde de destreza hasta logró que trepase a la silla para coger un Donut de la mesa para traérselo al mismo Carlitos.

-Vaya, parece que os entendéis muy bien! -Dijo la madre.

-Es lo que yo llamo una sociedad perfecta--agregó Ramón- Bueno, debemos irnos, que nos esperan en el puerto…pórtate bien con la abuelita, eh?.

Besos y abrazos de despedida y una puerta que se cierra para dejar solos a Carlitos y a su abuela.

-Bueno, mientras juegas con tu nuevo amigo yo empezaré a preparar el almuerzo. Que te parecen unas milanesas con puré?

-Que rico, abuelita! -exclamó el niño mientras manipulaba el mando en busca de nuevas funciones del habilidoso robot.
Mira, puede correr también!!!

Robotrón daba grandes zancadas, cruzando el comedor en dirección al jardín, hasta que tropezó con algo que lo hizo dar una voltereta en el aire, para terminar pataleando en el suelo.

-Se ha caído! –exclamó Carlitos.

-Claro, no deberías dejar esta bola de plastilina aquí en el suelo ya que alguien podría caerse- lo reprendió su abuela al tiempo que se agachaba a coger la informe figura que estaba parada sobre el cerámico.

-No abuela, no es una bola de plastilina.- terció muy serio Carlitos- Y no la dejé allí…

-Y que es? Dijo la abuela a la vez que estudiaba la figurilla.

-Es el Ogur.

-Vaya nombre, y porque no le has hecho ojos, boca, nariz…

-No se, él es así, no tiene nada de eso.-Dijo Carlitos levantando sus hombros-

-Ahhh vale…pero como va a comer u oler estas ricas milanesas que están saliendo del horno?. La ígnea prisión liberaba unas tentadoras milanesas de incomparable manufactura, a las que el niño no perdía de vista en su trayectoria.

Después de comer y a la sombra del viejo olivo del jardín, Carlitos se dedicó, a regañadientes, a hacer su tarea y su abuela a leer una revista de actualidad.

El día transcurrió como tantos otros de cualquier familia en un fin de semana. La noche llegó con los cantos de los grillos y una fresca brisa marítima.

Los cuentos para dormir de la abuela eran infaltables en sus visitas. Su padre contaba historias plagadas de aventuras, pero el niño no se dormía nunca sin que ella le contase alguno.

El cuento no había terminado y el niño ya estaba dormido. “Mi niño está cansado, estuvo todo el día jugando con su nuevo juguete" -se dijo la abuela. Y se dispuso a arroparlo para ir ella a ver un rato la tele antes de dormir.

Cuando estaba por cerrar la puerta del cuarto de Carlitos, miró por última vez al niño. “es idéntico a su padre”, se dijo, y fue allí que reparó en que la tenue luz que entraba en la habitación e iluminaba débilmente su carita proyectaba una enorme sombra sobre la figura de plastilina, que se hallaba erguida en la mesita de luz. La sombra parecía estar abrazando al niño, como protegiéndolo. La imagen proyectada resultaba demasiado grande en relación a la figura, se dijo, pero serían fantasías suyas.

Y fue allí que recordó.





El fin de semana con la abuela ya finalizaba, los padres de Carlitos llegaron justo para la merienda y todos se sentaron a la mesa alrededor de los últimos vestigios de bizcocho.
-Que tal lo pasaron? – dijo la abuela-

-Estuvo entretenido, al menos creo que nos relajamos bastante verdad? Dijo el padre mirando a esposa.

-Si, aunque vosotros los hombres…no se como podéis hablar todo el tiempo de economía…finanzas…que aburridos sois!

-Es de lo que hablamos los hombres de negocios, amor…además…(una risilla le sobrevino intempestivamente) no sólo hablamos de eso, a mi amigo se le da ahora por creer en la existencia de monstruos marinos.

Los ojos de Carlitos se abrieron desmesuradamente- Monstruos marinos!! – exclamó.

-Antes creías en ellos- dijo su madre.

-Si, y en el hombre lobo, la momia y en otros personajes que vienen en fechas especiales y ...ay! (Cristina le dio un patadón por debajo de la mesa que logró callarlo)

-Sin embargo…(terció la abuela) veo que no has olvidado del todo a tus amigos de la infancia, que ahora vienen a visitarlo a Carlitos, (agregó señalándolo al ser de plastilina que se erguía junto a la taza de chocolate del niño).

-Pues…no se lo he hecho yo, no recordaba que jugase con muñecos de plastilina.

-Si lo hacías, además lo llamabas de la misma manera…Mogur…Togur…

-Ogur (corrigió Carlitos)

-Eso! (dijo la abuela) como es que no lo recuerdas?

-Eh…mamá…era muy pequeño y la verdad ya no tengo espacio para esos recuerdos en mi cabeza, otros asuntos algo más importantes requieren la actividad de mis neuronas. Es lo que pasa cuando crecemos (agregó Ramón irónicamente)

-Pues que pena que perdáis el niño para siempre, lo necesitamos, sabes? El stress, y tu sabes bien que es eso porque te acompaña todos los días de la semana, no puede enfrentarse a un corazón joven que aún puede sentir un poco de fantasía. No se trata de que seas infantil, o de que no madures nunca, sino de que jamás pierdas ese atadito de sueños e ilusiones que siempre cargaste de niño, y que tan feliz te hacían.

Ramón abrió la boca pero se quedó callado, pensativo. Su madre, sonriendo, sólo se limitó a hundir un trozo de biscocho en el café con leche y agregó:

-Esta vieja aún dice cosas coherentes.

-Para mi no eres vieja, abuelita! dijo Carlitos.

-Si que te has ganado ese Robot, eh? …todos rieron

Después de merendar llegó el momento de despedirse de la abuela. Besos y abrazos en el porche de la casa y la promesa de una pronta visita sellaron la partida.

-Ramón abrazó a su madre con fuerza, la miró a los ojos como hacía mucho tiempo que no lo hacía y dejó escapar dos palabras: “Gracias mamá”

-No tienes que agradecérmelo, ya sabes que disfruto de la compañía de mi nietito…

-Lo sé…pero no sólo lo decía por eso.



La noche cayó sobre el pueblo costero como tantas otras
de primavera. Suavemente rojos y azules se entremezclaron hasta que los primeros desaparecieron. Un enorme disco plateado y redondo iluminó con su tenue luz la montaña.
Carlitos dormía plácidamente envuelto en plácidos sueños, el matrimonio estaba leyendo en la cama.

-Mi amor…estuve pensando en lo que dijo hoy mi madre –dijo Ramón-

-Acerca de eso de que no hay que perder las fantasías?

-Si…como puede ser que olvidemos todo aquello que de pequeños era tan importante para nosotros? En verdad no recordaba nada de cuando jugaba con ese muñeco de plastilina, al igual que lo hace Carlitos hoy día. Sabes que, aunque parezca un poco tonto se me ha ocurrido buscar en esta enciclopedia (sopesó el grueso volumen que tenía entre sus manos) la palabra Ogur y para mi sorpresa mira lo que he encontrado:

“Ogur: (Oguranni-acadio //Ogurion-griego//Ogursk-Danés)
Criatura imaginaria, de aspecto humanoide y enormes proporciones, sin ojos, boca, nariz, dedos o pies. Sus orígenes conocidos se remontan al imaginario infantil acadio (2200-2000 a.c.) por lo que se deduce de unas tablillas halladas en la biblioteca de Assurbanipal en Nínive (800 a.c.) y que son copias de una leyenda cuyos orígenes se pierde en las brumas del tiempo. Este mito, como otros, se ha ido transmitiendo por el mundo antiguo y adaptando a las distintas culturas, aunque todas lo presenten como propio. Aunque algunos investigadores como el psicólogo Karl Gustav Trunk , incansable estudioso de mitos y creencias y de su influencia en las diferentes culturas opina que “Los niños necesitan de alguien o “algo” que comprenda su mundo, se integre en él y por sobre todo los proteja y los entienda. Por eso, niños de diferentes y distantes culturas han coincidido en imaginar una criatura simple, sin rasgos definidos, que se aleje de lo humano pero no lo suficiente como para…deshumanizarse. Diferencias notables en el tiempo y el espacio hacen casi impensable que esta pueda ser una creencia común transmitida de pueblo en pueblo, pero todas las dudas comienzan a diluirse ante la maravillosa manifestación del potencial de nuestro inconsciente colectivo que representa, en este caso, la sola mención de un nombre: Ogur.”

Ramón cerró el libro y se quedó en silencio, pensativo.

-Que increíble, no cariño? –dijo Cristina- tú realmente crees que puede ser posible? Digo…no se…que tantos niños de distintas épocas y lugares diferentes coincidan en algo tan particular? Eso del inconsciente colectivo no me termina de cerrar, pero que exista un bicho así…eso, bueno…prefiero creer lo primero…

-De una manera, o de otra, no deja de ser increíble…lo que decía hoy mi madre…yo también creía en la existencia de ese ser…como puede uno olvidar esas cosas?

Un viento repentino abrió las ventanas de par en par, sacudiendo las sábanas

-Que frío! No has cerrado bien esa ventana…cierra, cierra!

-Ya voy amor, que no es para tanto…dijo Ramón levantándose.

Cuando llegó a la ventana, la luna, enorme y plateada, jugaba desde lo alto con las luces y las sombras que creaba entre los árboles y la montaña. Cuanto hacía que no reparaba en algo tan simple, tan hermoso?
Cerró los ojos por un instante de esos que no se pueden medir y sintió el aroma de los pinos, la fresca brisa del mar…pero ya no venían de fuera, sino de su interior.
Abrió sus ojos y lo vió, enorme e informe, una silenciosa sombra que en la distancia se movía lentamente entre los árboles y de pronto se detuvo. Se giró lentamente, al ritmo de los pinos mecidos por el viento y le miró desde su cabeza sin ojos.
Y le sonrió, desde su rostro sin boca.

Ramón también sonrió, y una lágrima huidiza rodó por su mejilla.

-Por dios, por que no cierras? Hace frío, Ramón! Que miras?

-Nada…simplemente…algo que siempre estuvo allí y…yo no podía ver.

Cerró lentamente la ventana, apagó la luz y se metió en la cama.
Abrazó a su esposa y sintió el reconfortante calor de su cuerpo.
Sus ojos comenzaron a cerrarse y otra calidez comenzó a envolverle.

La de los más dulces recuerdos de su niñez.

El gato y el toro (cuento)


Era mi primer día en la isla de Creta y después de un breve paseo matinal por su capital, Heraclion, observé con algo de pena que el museo arqueológico estaba cerrado por reformas y lo seguiría estando por el nada desdeñable espacio de dos años, así que decidí coger el coche que había alquilado y dirigirme al Palacio de Knossos, que se hallaba muy cerca de la capital de la isla.
Durante el trayecto fueron irrumpiendo en mi memoria mis escasos conocimientos sobre la civilización minoica, una de las más antiguas y particulares del mediterráneo.
Aparqué el coche en un espacio lindante al sitio y un perrito pequeño y simpático vino a saludarme. Un señor de semblante serio me vendió un ticket y después de esquivar a una guía turística que me miraba con la intención de ofrecerme sus servicios me dirigí hacia el sitio arqueológico. Un breve paseo por debajo de una glorieta floreada me enalteció aún más el espíritu, preparándome para lo que comenzaba a entrever unos metros más adelante.




Una amplia escalera ascendía gloriosa hacia las ruinas de aquel hermoso palacio. A cada paso que daba, me preguntaba cuantos pies, al igual que los míos, habían transitado por esas piedras. Mientras recorría cada vez más emocionado esas ruinas sentía que cada una de las lozas, cada uno de los hermosos frescos que surgían ante mis ávidos ojos me acercaban a la historia y a la leyenda.
No había más de cinco turistas en todo el recinto, algunos gatos y varios perros retozando bajo el suave sol invernal cretense. Un gatito marrón y blanco comenzó a juguetear entre mis piernas ronroneando sonoramente. Mis dedos rascando su cabecita y recorriendo su arqueado lomo bastaron para que no se separara de mí durante todo el paseo.
El acceso a los interiores del palacio estaba restringido, medida que, si bien por un lado lamenté profundamente que fuera tomada, por otro celebré, ya que lo más importante era preservarlo.
El trono del mítico Rey Minos me pareció pequeño en contraste a la inmensidad del palacio, pero las hermosas pinturas que representaban a grifos sentados y que decoraban toda la sala, dotaban a la estancia de una magia sin igual.
A medida que mis pasos me llevaban, algo errante, a través de aquellas ruinas, me sentí de pronto transportado cuatro mil años atrás. Era imposible mantenerse ajeno al mensaje de aquella antigua cultura que a mis ojos se mostraba a la vez tan fresca, moderna y sin la rigidez de la mayoría de las civilizaciones de su época. Jóvenes de cuerpos delgados y flexibles danzaban a mí alrededor, con adornos florales que denotaban un espíritu alegre y una vida sin mayores preocupaciones. Me resultó difícil creer que un lugar tan maravilloso suscitara en la imaginación de los atenienses la idea de la existencia de un ser tan monstruoso como el Minotauro.
La presencia del toro era fuerte allí. Se evidenciaba en el cuerno que coronaba uno de los patios del palacio y en los bajorrelieves representando a esos enormes bóvidos formando parte de peligrosos juegos donde la destreza de los jóvenes era notable.
Pero no se evidenciaba nada que dejase traslucir que horrorosos seres devoradores de carne humana vagasen por el otrora bellísimo complejo.

En una de las salas que aún quedaban en pié, distinguí una escalera que bajaba a los misterios de una época pretérita. Sentí una extraña tentación de adentrarme en ella, más la valla que la rodeaba me recordaba que no estaba permitido el acceso. Lamenté a la vez que en cierto modo agradecí que fuese así, ya que me resultaba extraña e incomprensiblemente atemorizante.
Cerca de allí había un banco de madera a la sombra de unos pinos y me senté en él disfrutando de mi entorno. El aire fresco susurrando entre las ramas me incitó a tumbarme. Mi amigo el gato, que no se había separado de mí durante todo el paseo, trepó a mi pecho y se acurrucó en él, ronroneando suavemente.
Mis ojos se cerraron por lo que me pareció un instante. Algo frío y húmedo me despertó. ¿Una gota de lluvia en mi rostro? Abrí los ojos. Era de noche.
Lo que se me habían antojado unos minutos habían sido en verdad varias horas. El horario de visita era hasta las cinco de la tarde, habían cerrado y conmigo dentro, ¿como podían no haberlo notado?
El cielo terminó por ceder y una fuerte lluvia comenzó a caer. Debía ponerme a cubierto, un potente resfriado no formaba parte del programa vacacional.
Corrí hacia el lugar más cercano en el que pudiera refugiarme. “Nadie puede negar que estas ruinas no sirven para algo”, me dije. El viento comenzó a soplar con insistencia y el techo que me protegía no impidió que un fuerte ramalazo de agua me alcanzara. Salté por encima de la cuerda que delimitaba el acceso y me ubiqué al comienzo de una escalera. Era la misma escalera que antes había despertado mi curiosidad.
Me senté en el rellano, mitad dentro y mitad fuera del comienzo de la escalera.
Un temor extraño pero a la vez atrayente me incitaba a adentrarme allí, a la vez que sentía el ridículo al miedo infundado que solemos experimentar en esas situaciones.
Creí oír un maullido que provenía del interior de la estancia  y me dije que debía ser mi gatuno amigo y me dije que no debía estar muy lejos. Con la débil luz del móvil intenté disipar algo de las penumbras, que demasiado densas, sólo me permitían ver unos pocos escalones.
-¿Donde estás? No me hagas bajar…- dije. Sin saber bien porqué, pero sin poder tampoco evitarlo comencé a descender por la escalera.
El viento, en ráfagas, provocaba extraños sonidos al irrumpir en la estancia, hasta me parecía oír voces que se asemejaban a lamentos. Me dije que debía ser por la disposición de las columnas, pero no me sentí muy convencido.
 Otro maullido lejano. La escalera doblaba hacia la izquierda y continuaba bajando. Apenas podía ver lo que tenía delante, la luz del móvil sólo iluminaba pobremente a un par de metros de distancia. Seguía avanzando, sin saber que era lo que me motivaba a hacerlo.
Una fuerza irreprimible me instaba a seguir…vi otra curva en la escalera y al doblar el codo de la misma me pareció ver una tenue luz a la distancia, que con dificultad se habría paso entre las tinieblas. Parecía oscilar débilmente por lo que pensé que era una bombilla que se habían dejado encendida la gente del equipo de restauración. Algo menos atemorizado me dirigí resueltamente hacia la luz
El pasillo era más largo de lo que creía. A pocos metros de alcanzar la luz noto que no era una bombilla lo que oscilaba a causa de una corriente de viento, sino la flama de una lámpara de aceite.
Debajo de la oscilante luz de la lámpara se podían apreciar unos frescos. El pasillo, que parecía terminar allí, en verdad remataba en otro con el que parecía conformar una “T”. Di unos pasos para acercarme más a los frescos y pisé algo que me hizo trastabillar, me agaché para cogerlo y al acercarlo a la luz vi que era un hueso quebrado.
El temor me invadió intempestivamente, pero la razón pudo más…me dije que aquel hueso debía ser de una cabra muerta, y alguno de los tantos perros que había por allí lo habría cogido del campo. Lo arrojé a un lado, pero no así del todo a mis temores.
Mi atención recayó casi inmediatamente en el fresco, de colores vívidos y una plasticidad increíble. Noté que también habían sido restaurados al igual que los del exterior…y el detalle de la lámpara de aceite…resultaba evidente que querían lograr una ambientación total…quizá estaban restaurando las estancias interiores para una futura apertura, aunque curiosamente estas medidas no se correspondían con las actuales técnicas de conservación.
Pensé en volver, ya comenzaba a hacer frío dentro de aquellos pasillos. La humedad era muy grande. Pero me dije que una oportunidad así nunca volvería a tenerla infundiéndome ánimos comencé a recorrer los frescos con mis ávidos ojos.
En ellos se relataba una historia en la que el dios Zeus le regalaba un toro enorme, blanco, al rey Minos.
Allí recordé la leyenda, que en esas milenarias paredes iba redescubriendo.
Minos recibe el toro blanco de manos de Zeus, para ser sacrificado en honor a Poseidón. Pero Minos, prendado de la belleza del animal es incapaz de sacrificarlo, por lo que lo sustituye por otro, esperando que el dios del mar no note el cambio.
Poseidón, de cólera fácil y temible como todos los dioses, se dio cuenta del engaño y como castigo decidió hechizar a Pasifae, la esposa de Minos, para que se enamorara del toro blanco.
Las pinturas descubrían ante mis maravillados ojos aquella fabulosa leyenda. Pude ver como Pasifae conseguía seducir al toro con un disfraz diseñado por el hábil arquitecto Dédalo, el mismo que había erigido el maravilloso palacio que estaba recorriendo. De la unión de Pasifae y el toro nació uno de los monstruos más famosos y temidos de la mitología griega, el terrible Minotauro. La escena estaba representada con un realismo que logró en verdad incomodarme.
Una ráfaga de aire húmedo y caliente hizo estremecerse a las llamas de las lámparas y trajo consigo un olor fuerte, acre.
Mi pié se hundió en algo blando, solté una imprecación y una risa nerviosa afloró inevitablemente de mi boca. Otro recuerdo de algún visitante inesperado, me dije y pensé en el perro que habría traído el hueso que antes había pisado.
Volví mi atención hacia los frescos que continuaban hacia otra bifurcación, conformando otra “T”. La sola idea de perderme en esos pasadizos me produjo un breve escalofrío “no seas tonto, no tienes por que perderte” me dije a mi mismo. Me propuse seguir unos metros más ya que la historia debería estar por culminar. Sólo un breve recorrido y ya podría emprender la vuelta.
A medida que mis ojos se iban embebiendo de historia, un temor olvidado de mi niñez volvió intempestivamente. Recordé que alguien me leyó el mito de Teseo y su lucha con el Minotauro cuando era pequeño. Mi casa era antigua y muy grande y por las noches las sombras se multiplicaban, se agigantaban. Seres de pesadilla podían estar aguardándome detrás de cualquier pared o de aquellos enormes muebles, negros de tantas capas de barniz. De todos aquellos horribles seres que poblaban mi imaginación el Minotauro era el más temible y sentía que podía estar acechándome al amparo de las penumbras. Durante muchas noches cerraba los ojos con temor, o le hablaba a mi hermano hasta que me dormía. Temía que el monstruo pudiese irrumpir en la habitación durante mi sueño, con su hocico embadurnado por la sangre de sus víctimas, y esos ojos...esos ojos espantosos que sólo los seres malditos por los dioses pueden poseer.
Por fin regresé de mi viaje al bestiario de mi niñez y volví a la historia. La construcción del laberinto, el encierro de la bestia y el sacrificio de las primeras víctimas al Minotauro me supusieron varios metros más de recorrido al amparo de la oscilante luz de las lámparas.
La historia llegó al punto en el que Ariadna le entregó al héroe Teseo el famoso ovillo de lana. La luz de las lámparas se hizo en ese punto algo más tenue, pero lo suficientemente clara como para notar que la pared continuaba completamente limpia, quedando la historia inconclusa.
Ni un resquicio de luz más adelante, era como si aquel pasillo hubiera sido engullido por las penumbras. En ese momento recuerdo que, al menos hasta donde sabía, la leyenda del minotauro no había sido fruto del imaginario cretense, sino de los atenienses. O lo que acababa de ver era una restauración de una maravillosa obra o simplemente esos frescos habían sido agregados allí previendo una futura apertura al público y no era más que un recurso de merchandising en detrimento de la cultura. Esto último me dije que no podía ser, ya que el respeto que demostraban hacia su pasado era muy grande.
Algo si tenía claro, y era que lo mejor que lo mejor que podía hacer era volver. La lluvia ya habría dado sus últimas gotas y seguramente encontraría algún guardia fuera que me permitiese salir del complejo. Llegué a donde debería haber una confluencia entre dos pasillos pero sólo había uno, que describía una “L”. Que extraño, quizá entusiasmado con las pinturas había andado más de lo que creía. Pero de pronto, antes de continuar, noté que la pared tenía una fisura que la recorría de arriba a abajo,  y que continuaba en la unión con el techo y en el otro ángulo, como si fuese movediza.
 ¿Y si era el pasillo por el cual había venido? ¿Habría activado involuntariamente algún mecanismo oculto cerrando ese acceso? Intenté empujar la pared, pero no movía. Probé con un ángulo, con el otro, pero no cedía ni un palmo.
Me di cuenta que estaba haciendo tonterías, seguiría por el otro pasillo, seguramente estaba equivocado y era por donde había venido.
En ese momento creí oír un ruido, una corriente de aire caliente trae consigo ese olor fuerte, acre que había sentido antes…era como de algún animal muy grande… “no…es mi mente que me está jugando una mala pasada” pensé como para tranquilizarme. Pero tenía que salir de allí.

Me dirigí hacia el otro pasillo, no sabía a dónde conducía pero ya no importaba. A lo lejos titilaba débilmente la luz de otra lámpara. Me tropiezo con algo duro que cruje bajo el peso de mi cuerpo y me caigo al suelo. Me levanté rápidamente sin ni siquiera mirar que era. Oí unos golpes sordos detrás de mí, no muy lejos.
Como cascos, retumbando en el suelo de piedra.
Y ese olor otra vez, pero más penetrante. No, no era la primera vez que lo sentía. Mi memoria olfativa me transportó tiempo atrás, a mi niñez. Recordé cuando mi padre me llevaba a las ferias de ganadería. Vinieron a mi mente las imágenes de aquellos hermosos caballos, los había de diferentes razas. Todos ellos tan hermosos, tan perfectos.
Recordé también a los cerdos enormes y olorosos…a las ovejas…
Y también a los toros, y su particular olor…
No podía ser, no era más que una pesadilla, una maldita y espantosa pesadilla…pero todo era tan real…tenía que encontrar la salida.
Delante había otra lámpara, se veía distante, como un punto luminoso suspendido en las tinieblas. Mis manos rozaban las paredes, como rasgando las penumbras, buscando desesperadamente una salida. Apuré mi paso, me tropecé una y otra vez, ya no quería ni saber de la naturaleza de mis obstáculos.
El olor cada vez era más penetrante y el golpeteo de cascos sobre las piedras, cada vez más fuerte…más cercano.
La luz de delante estaba más cerca e iluminaba lo que parecía ser una estancia más grande.
El olor acre se acrecentaba a medida que se iba entremezclando con otros aromas, un espantoso olor a putrefacción penetró por mis fosas nasales como una espada hiende la carne. Sin darme cuenta me encontré en medio de una sala y el horror me dominó completamente.
Huesos humanos, algunos con restos de carne y piel aún adheridos yacían desparramados por toda la estancia.
Muecas de horror se dibujaban, impertérritas y atemporales, en las desencajadas mandíbulas de los cadáveres y cuencas vacías eran el hogar de gusanos y moscas. Algún ojo colgaba aún fuera de la órbita, mirándome con su seca pupila.

Miré a mí alrededor, sólo espanto y putrefacción y ninguna salida…y los pasos se escuchaban cada vez mas cerca.
Presa del terror, miré los cadáveres que me rodeaban,  no quería ser uno de ellos.
Uno de los cuerpos iba ricamente ataviado, como correspondería a un personaje importante y restos de carne aún se adherían a sus huesos. Su mano derecha se cerraba entorno a una espada con restos de sangre seca. A pocos metros de él había una lanza.
El suelo dejó de retumbar y luego de unos segundos de silencio que se hicieron eternos escucho un resoplar…tan cerca…demasiado cerca.
Sin dudarlo cogí las armas, mi instinto de supervivencia me impulsaba a actuar y el cuerpo respondía a esas señales.
Me arrinconé contra una pared, y esperé. Algo suave pasó entre mis piernas, era el gato… “vaya momento para aparecer”, me dije, y mi rostro casi esboza una sonrisa nerviosa.
El suelo comenzó a retemblar frenéticamente. Dos puntos rojos como brazas candentes flotaban en la oscuridad.
De la negrura del túnel surgió la inmensa criatura. La suma de todos los horrores de mi infancia se hallaba delante de mí mirándome a través de sus sanguinolentos ojos.
Un espeso vello negro cubría su enorme cuerpo, aberrante creación de los digitadores del destino de los humanos, y de las bestias.
Sus  piernas terminaban en cascos, su cabeza era la de un enorme toro, pero lo que más me aterraba, al punto de lograr paralizarme, era la expresión de sus ojos.
Había en ellos una mezcla de rabia y odio. Furia incontenible reflejada en un rostro tan animal, y a la vez tan humano.
Algo detuvo su avance, miró las armas que tenía en mis temblorosas manos y pareció titubear un instante, como si dudara o como si estuviese midiéndome. Pero sólo fue un segundo.
Un bramido hizo temblar las paredes de la estancia y estremecer cada fibra de mi ser. Bajó su enorme cabeza y sus terribles protuberancias apuntaron hacia mi cuerpo y toda aquella enorme y poderosa masa se dirigió hacia mí en una carga arrolladora.
Un resorte invisible fue lo que impulsó la lanza que tenía en mi mano derecha. El movimiento fue casi involuntario. Temí que el sudor que empapaba mis manos afectara su trayectoria pero no fue así.
Fue la asombrosa e inesperada agilidad  para una bestia de tales dimensiones la que le permitió torsionar su cuerpo, aún en plena carga devastadora e imparable, para evitar que la lanza se clavara en su pecho.
La punta de bronce rozó su hombro derecho, produciéndole un corte.
Se detuvo unos segundos que me parecieron eternos. La adrenalina circulaba por mi cuerpo imbuyéndome de una energía tan fuerte que me dominaba por completo.
El monstruo sabía que podía dañarlo, pero su furia era a tal punto incontenible que deformaba su espantosa cabeza otorgándole más humanidad a su expresión, lo que lo hacía aún más horroroso.
Salvó los pocos metros que lo separaban de mí en una exhalación, pero no perdía de vista ya la espada, que mi temblorosa mano, transformada en una garra, sostenía con una inevitable rigidez.
Como una fiera que se siente acorralada comencé a dar desesperados mandobles con la espada. Conseguí hacerle un corte en un brazo, pero no vi el otro que como una maza se dirige hacia mí  arrojándome brutalmente contra una pared.
Mi cuerpo cayó sobre unos huesos, intenté moverme, pero el dolor en mi espalda era tremendo. Su cabeza se dirigió hacia mí, unos enormes cuernos con restos de sangre ya seca me sentenciaban a morir, buscando mi vientre. Era el fin, moriría en aquel pestilente laberinto, devorado por aquella bestia de pesadilla y mi cráneo sería el hogar de inmundos gusanos. Torció su enorme cuello como para coger impulso pero de pronto se detuvo y miró hacia abajo. En sus flamígeros ojos pude percibir una expresión de curiosidad o quizás de sorpresa. Una tierna y diminuta bola de pelos jugueteaba, ronroneante, entre sus piernas. Ajena a tanto horror.
Todo sucedió muy rápido. Algo me impulsó a reaccionar. Mi mano izquierda no se había deshecho de la espada, aunque ni siquiera sentía su empuñadura sabía que estaba allí.
El bronce, ávido de sangre, se hundió en el pecho del Minotauro y hendiendo la carne, la hoja se penetró hasta la mitad. El grito que profirió fue espantoso y hasta sentí la hediondez de su aliento en mi rostro. De un salto, casi instintivamente, me aparté de él, que comenzó a retorcerse de dolor. Sus cascos golpeaban el suelo haciéndolo temblar, despidiendo huesos rotos que volaban astillados por los aires. Me hallaba arrinconado contra una pared, paralizado por el miedo, sin poder mover ni un músculo.
Con gran esfuerzo la bestia consiguió arrancar la espada de su pecho. Un borbotón de sangre comenzó a manar de la herida.
En medio de terribles gritos que hacían burbujear sangre por su boca, se arrojó ciegamente sobre mí. Salté hacia un costado cayendo sobre unos esqueletos. El monstruo se golpeó contra la pared, haciendo volar por los aires pedazos de argamasa y cuerno. Su cuerpo dio un medio giro y tambaleante se apoyó contra la pared, desplomándose. Su entrecortada respiración producía borbotones de sangre que manaban por su boca y su nariz.
Vi la lanza, la cogí. Esos ojos que hasta hacía unos instantes aparecían llameantes y me infundían tanto temor, ya no lo hacían.
Sólo vi en ellos una tristeza inconmensurable y un sufrimiento insoportable.
Sus ojos se encontraron con los míos. Suplicantes, ávidos de algo que no alcanzaba a comprender. Quizá de respuestas, o simplemente de la libertad que jamás había conocido. Un ser condenado a ser diferente y por ello temido u odiado. Juguete del destino, capricho de los dioses y muestra cruel de la debilidad humana.
Sus pupilas ya no llameaban, sus ojos sólo me suplicaban.
La lanza de se hundió en el corazón del Minotauro. Aquella arma ya no buscaba anular mis miedos, el acero no hendía la dura coraza de mis más tempranas pesadillas, sólo se había transformado en un instrumento de misericordia.
Y me quedé, tembloroso, pero ya no de miedo, contemplando aquél bestial cuerpo sin vida.
Ajeno a tanto horror y tanta muerte el gato estaba jugando a pocos metros de allí. Intentaba sacar algo de la alforja del guerrero que portaba las armas. Un ovillo de lana salió rodando de su interior. Del mismo ovillo salía un extremo que se perdía entre la maraña de cuerpos que había en la estancia.
Presa de una emoción incontenible comencé a seguir su rastro. De un tirón casi involuntario y quizá al rozar un hueso roto o un arma, el hilo se rompió. Desesperado comencé a apartar a aquellos cadáveres pestilentes, arranqué huesos, desgarré ropas sanguinolentas…hasta que lo volví a encontrar.
Con cuidado fui siguiendo el recorrido que para mi asombro llegaba hasta una de las paredes y allí terminaba, como si se metiese dentro de ella.
Cogí una de las lámparas de aceite de la pared y me acerqué al muro. Una casi invisible fisura se apreciaba en él. Comencé a presionar el muro a la altura de la hendidura y éste comenzó a ceder, girando sobre lo que parecía ser un eje.
Una corriente de aire más fresco disipó los espantosos hedores que dominaban aquél lugar. Aquél nuevo pasadizo que se abría ante mí podía ser la salida de ese laberinto de pesadilla. Miré el cuerpo exánime que yacía a escasos metros de mí, enorme e inerte; y pensé que si algo existía allí arriba, digitando sino y destino de todo lo que pululase sobre la superficie terrestre, era demasiado cruel, o veía en nuestra existencia un simple divertimento. ¿Quién podía concebir una aberración así? Condenándola a una vida de sufrimiento y sometiéndola al rechazo y al odio, tan característicos de la naturaleza humana. Me dije que en el mundo había no uno sino muchos minotauros y cosas aún mucho peores, verdaderamente temibles.
Me lancé a las tinieblas, desgarrándolas con la luz de mi antorcha. El hilo salvador se iba deslizando por una de mis manos con rapidez.
No se cuanto tiempo vagué por aquel laberinto. El gato me acompañaba, a veces adelantándome, otras retrasándose.
De pronto pisé algo resbaladizo, quizás aceite.
Caí. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y luego, la oscuridad.
Quería moverme, pero no podía. Sentí una respiración cerca de mí…el roce de algo velludo…

Mis ojos se abrieron y se encontraron con otros grandes y amarillos.
El gato estaba sentado sobre mi pecho, ronroneando. Miré a mí alrededor. Los pinos se mecían suavemente con el viento y el sol aún se entreveía entre las copas de los árboles.
Me incorporé con cierta dificultad, me dolía cada músculo de mi cuerpo. Uno de los guardas se me acerca y con ese hablar tan suave y pausado propio de los cretenses y me dijo en griego y luego en inglés que el recinto estaba a punto de cerrar. Me acompañó hacia la salida y cuando llegamos a la verja que delimitaba el complejo me preguntó:
-¿Le gusta la historia?
-Si, me gusta- le contesté.
-Pues aquí está muy…viva; en toda la isla, pero sobre todo aquí mismo, en Knossos…hay algo más fuerte, diferente…pero bueno –hizo un gesto como para restarle importancia a su comentario y agregó- Usted no es de aquí y por ello quizás no lo entendería.
Por unos instantes que se me hicieron eternos su mirada se perdió entre las antiquísimas ruinas. Noté que iba a agregar algo, pero por alguna razón, prefirió callar.
Me hizo un gesto con la mano y se fue andando por debajo de la glorieta, mientras silbaba una canción.
A lo lejos, entre las ruinas, una pequeña figura estaba acurrucada debajo de un bajorrelieve de un toro rojo.
Y sus ojos amarillos y sin tiempo me miraban fijamente.