sábado, 16 de febrero de 2008

El gato y el toro (cuento)


Era mi primer día en la isla de Creta y después de un breve paseo matinal por su capital, Heraclion, observé con algo de pena que el museo arqueológico estaba cerrado por reformas y lo seguiría estando por el nada desdeñable espacio de dos años, así que decidí coger el coche que había alquilado y dirigirme al Palacio de Knossos, que se hallaba muy cerca de la capital de la isla.
Durante el trayecto fueron irrumpiendo en mi memoria mis escasos conocimientos sobre la civilización minoica, una de las más antiguas y particulares del mediterráneo.
Aparqué el coche en un espacio lindante al sitio y un perrito pequeño y simpático vino a saludarme. Un señor de semblante serio me vendió un ticket y después de esquivar a una guía turística que me miraba con la intención de ofrecerme sus servicios me dirigí hacia el sitio arqueológico. Un breve paseo por debajo de una glorieta floreada me enalteció aún más el espíritu, preparándome para lo que comenzaba a entrever unos metros más adelante.




Una amplia escalera ascendía gloriosa hacia las ruinas de aquel hermoso palacio. A cada paso que daba, me preguntaba cuantos pies, al igual que los míos, habían transitado por esas piedras. Mientras recorría cada vez más emocionado esas ruinas sentía que cada una de las lozas, cada uno de los hermosos frescos que surgían ante mis ávidos ojos me acercaban a la historia y a la leyenda.
No había más de cinco turistas en todo el recinto, algunos gatos y varios perros retozando bajo el suave sol invernal cretense. Un gatito marrón y blanco comenzó a juguetear entre mis piernas ronroneando sonoramente. Mis dedos rascando su cabecita y recorriendo su arqueado lomo bastaron para que no se separara de mí durante todo el paseo.
El acceso a los interiores del palacio estaba restringido, medida que, si bien por un lado lamenté profundamente que fuera tomada, por otro celebré, ya que lo más importante era preservarlo.
El trono del mítico Rey Minos me pareció pequeño en contraste a la inmensidad del palacio, pero las hermosas pinturas que representaban a grifos sentados y que decoraban toda la sala, dotaban a la estancia de una magia sin igual.
A medida que mis pasos me llevaban, algo errante, a través de aquellas ruinas, me sentí de pronto transportado cuatro mil años atrás. Era imposible mantenerse ajeno al mensaje de aquella antigua cultura que a mis ojos se mostraba a la vez tan fresca, moderna y sin la rigidez de la mayoría de las civilizaciones de su época. Jóvenes de cuerpos delgados y flexibles danzaban a mí alrededor, con adornos florales que denotaban un espíritu alegre y una vida sin mayores preocupaciones. Me resultó difícil creer que un lugar tan maravilloso suscitara en la imaginación de los atenienses la idea de la existencia de un ser tan monstruoso como el Minotauro.
La presencia del toro era fuerte allí. Se evidenciaba en el cuerno que coronaba uno de los patios del palacio y en los bajorrelieves representando a esos enormes bóvidos formando parte de peligrosos juegos donde la destreza de los jóvenes era notable.
Pero no se evidenciaba nada que dejase traslucir que horrorosos seres devoradores de carne humana vagasen por el otrora bellísimo complejo.

En una de las salas que aún quedaban en pié, distinguí una escalera que bajaba a los misterios de una época pretérita. Sentí una extraña tentación de adentrarme en ella, más la valla que la rodeaba me recordaba que no estaba permitido el acceso. Lamenté a la vez que en cierto modo agradecí que fuese así, ya que me resultaba extraña e incomprensiblemente atemorizante.
Cerca de allí había un banco de madera a la sombra de unos pinos y me senté en él disfrutando de mi entorno. El aire fresco susurrando entre las ramas me incitó a tumbarme. Mi amigo el gato, que no se había separado de mí durante todo el paseo, trepó a mi pecho y se acurrucó en él, ronroneando suavemente.
Mis ojos se cerraron por lo que me pareció un instante. Algo frío y húmedo me despertó. ¿Una gota de lluvia en mi rostro? Abrí los ojos. Era de noche.
Lo que se me habían antojado unos minutos habían sido en verdad varias horas. El horario de visita era hasta las cinco de la tarde, habían cerrado y conmigo dentro, ¿como podían no haberlo notado?
El cielo terminó por ceder y una fuerte lluvia comenzó a caer. Debía ponerme a cubierto, un potente resfriado no formaba parte del programa vacacional.
Corrí hacia el lugar más cercano en el que pudiera refugiarme. “Nadie puede negar que estas ruinas no sirven para algo”, me dije. El viento comenzó a soplar con insistencia y el techo que me protegía no impidió que un fuerte ramalazo de agua me alcanzara. Salté por encima de la cuerda que delimitaba el acceso y me ubiqué al comienzo de una escalera. Era la misma escalera que antes había despertado mi curiosidad.
Me senté en el rellano, mitad dentro y mitad fuera del comienzo de la escalera.
Un temor extraño pero a la vez atrayente me incitaba a adentrarme allí, a la vez que sentía el ridículo al miedo infundado que solemos experimentar en esas situaciones.
Creí oír un maullido que provenía del interior de la estancia  y me dije que debía ser mi gatuno amigo y me dije que no debía estar muy lejos. Con la débil luz del móvil intenté disipar algo de las penumbras, que demasiado densas, sólo me permitían ver unos pocos escalones.
-¿Donde estás? No me hagas bajar…- dije. Sin saber bien porqué, pero sin poder tampoco evitarlo comencé a descender por la escalera.
El viento, en ráfagas, provocaba extraños sonidos al irrumpir en la estancia, hasta me parecía oír voces que se asemejaban a lamentos. Me dije que debía ser por la disposición de las columnas, pero no me sentí muy convencido.
 Otro maullido lejano. La escalera doblaba hacia la izquierda y continuaba bajando. Apenas podía ver lo que tenía delante, la luz del móvil sólo iluminaba pobremente a un par de metros de distancia. Seguía avanzando, sin saber que era lo que me motivaba a hacerlo.
Una fuerza irreprimible me instaba a seguir…vi otra curva en la escalera y al doblar el codo de la misma me pareció ver una tenue luz a la distancia, que con dificultad se habría paso entre las tinieblas. Parecía oscilar débilmente por lo que pensé que era una bombilla que se habían dejado encendida la gente del equipo de restauración. Algo menos atemorizado me dirigí resueltamente hacia la luz
El pasillo era más largo de lo que creía. A pocos metros de alcanzar la luz noto que no era una bombilla lo que oscilaba a causa de una corriente de viento, sino la flama de una lámpara de aceite.
Debajo de la oscilante luz de la lámpara se podían apreciar unos frescos. El pasillo, que parecía terminar allí, en verdad remataba en otro con el que parecía conformar una “T”. Di unos pasos para acercarme más a los frescos y pisé algo que me hizo trastabillar, me agaché para cogerlo y al acercarlo a la luz vi que era un hueso quebrado.
El temor me invadió intempestivamente, pero la razón pudo más…me dije que aquel hueso debía ser de una cabra muerta, y alguno de los tantos perros que había por allí lo habría cogido del campo. Lo arrojé a un lado, pero no así del todo a mis temores.
Mi atención recayó casi inmediatamente en el fresco, de colores vívidos y una plasticidad increíble. Noté que también habían sido restaurados al igual que los del exterior…y el detalle de la lámpara de aceite…resultaba evidente que querían lograr una ambientación total…quizá estaban restaurando las estancias interiores para una futura apertura, aunque curiosamente estas medidas no se correspondían con las actuales técnicas de conservación.
Pensé en volver, ya comenzaba a hacer frío dentro de aquellos pasillos. La humedad era muy grande. Pero me dije que una oportunidad así nunca volvería a tenerla infundiéndome ánimos comencé a recorrer los frescos con mis ávidos ojos.
En ellos se relataba una historia en la que el dios Zeus le regalaba un toro enorme, blanco, al rey Minos.
Allí recordé la leyenda, que en esas milenarias paredes iba redescubriendo.
Minos recibe el toro blanco de manos de Zeus, para ser sacrificado en honor a Poseidón. Pero Minos, prendado de la belleza del animal es incapaz de sacrificarlo, por lo que lo sustituye por otro, esperando que el dios del mar no note el cambio.
Poseidón, de cólera fácil y temible como todos los dioses, se dio cuenta del engaño y como castigo decidió hechizar a Pasifae, la esposa de Minos, para que se enamorara del toro blanco.
Las pinturas descubrían ante mis maravillados ojos aquella fabulosa leyenda. Pude ver como Pasifae conseguía seducir al toro con un disfraz diseñado por el hábil arquitecto Dédalo, el mismo que había erigido el maravilloso palacio que estaba recorriendo. De la unión de Pasifae y el toro nació uno de los monstruos más famosos y temidos de la mitología griega, el terrible Minotauro. La escena estaba representada con un realismo que logró en verdad incomodarme.
Una ráfaga de aire húmedo y caliente hizo estremecerse a las llamas de las lámparas y trajo consigo un olor fuerte, acre.
Mi pié se hundió en algo blando, solté una imprecación y una risa nerviosa afloró inevitablemente de mi boca. Otro recuerdo de algún visitante inesperado, me dije y pensé en el perro que habría traído el hueso que antes había pisado.
Volví mi atención hacia los frescos que continuaban hacia otra bifurcación, conformando otra “T”. La sola idea de perderme en esos pasadizos me produjo un breve escalofrío “no seas tonto, no tienes por que perderte” me dije a mi mismo. Me propuse seguir unos metros más ya que la historia debería estar por culminar. Sólo un breve recorrido y ya podría emprender la vuelta.
A medida que mis ojos se iban embebiendo de historia, un temor olvidado de mi niñez volvió intempestivamente. Recordé que alguien me leyó el mito de Teseo y su lucha con el Minotauro cuando era pequeño. Mi casa era antigua y muy grande y por las noches las sombras se multiplicaban, se agigantaban. Seres de pesadilla podían estar aguardándome detrás de cualquier pared o de aquellos enormes muebles, negros de tantas capas de barniz. De todos aquellos horribles seres que poblaban mi imaginación el Minotauro era el más temible y sentía que podía estar acechándome al amparo de las penumbras. Durante muchas noches cerraba los ojos con temor, o le hablaba a mi hermano hasta que me dormía. Temía que el monstruo pudiese irrumpir en la habitación durante mi sueño, con su hocico embadurnado por la sangre de sus víctimas, y esos ojos...esos ojos espantosos que sólo los seres malditos por los dioses pueden poseer.
Por fin regresé de mi viaje al bestiario de mi niñez y volví a la historia. La construcción del laberinto, el encierro de la bestia y el sacrificio de las primeras víctimas al Minotauro me supusieron varios metros más de recorrido al amparo de la oscilante luz de las lámparas.
La historia llegó al punto en el que Ariadna le entregó al héroe Teseo el famoso ovillo de lana. La luz de las lámparas se hizo en ese punto algo más tenue, pero lo suficientemente clara como para notar que la pared continuaba completamente limpia, quedando la historia inconclusa.
Ni un resquicio de luz más adelante, era como si aquel pasillo hubiera sido engullido por las penumbras. En ese momento recuerdo que, al menos hasta donde sabía, la leyenda del minotauro no había sido fruto del imaginario cretense, sino de los atenienses. O lo que acababa de ver era una restauración de una maravillosa obra o simplemente esos frescos habían sido agregados allí previendo una futura apertura al público y no era más que un recurso de merchandising en detrimento de la cultura. Esto último me dije que no podía ser, ya que el respeto que demostraban hacia su pasado era muy grande.
Algo si tenía claro, y era que lo mejor que lo mejor que podía hacer era volver. La lluvia ya habría dado sus últimas gotas y seguramente encontraría algún guardia fuera que me permitiese salir del complejo. Llegué a donde debería haber una confluencia entre dos pasillos pero sólo había uno, que describía una “L”. Que extraño, quizá entusiasmado con las pinturas había andado más de lo que creía. Pero de pronto, antes de continuar, noté que la pared tenía una fisura que la recorría de arriba a abajo,  y que continuaba en la unión con el techo y en el otro ángulo, como si fuese movediza.
 ¿Y si era el pasillo por el cual había venido? ¿Habría activado involuntariamente algún mecanismo oculto cerrando ese acceso? Intenté empujar la pared, pero no movía. Probé con un ángulo, con el otro, pero no cedía ni un palmo.
Me di cuenta que estaba haciendo tonterías, seguiría por el otro pasillo, seguramente estaba equivocado y era por donde había venido.
En ese momento creí oír un ruido, una corriente de aire caliente trae consigo ese olor fuerte, acre que había sentido antes…era como de algún animal muy grande… “no…es mi mente que me está jugando una mala pasada” pensé como para tranquilizarme. Pero tenía que salir de allí.

Me dirigí hacia el otro pasillo, no sabía a dónde conducía pero ya no importaba. A lo lejos titilaba débilmente la luz de otra lámpara. Me tropiezo con algo duro que cruje bajo el peso de mi cuerpo y me caigo al suelo. Me levanté rápidamente sin ni siquiera mirar que era. Oí unos golpes sordos detrás de mí, no muy lejos.
Como cascos, retumbando en el suelo de piedra.
Y ese olor otra vez, pero más penetrante. No, no era la primera vez que lo sentía. Mi memoria olfativa me transportó tiempo atrás, a mi niñez. Recordé cuando mi padre me llevaba a las ferias de ganadería. Vinieron a mi mente las imágenes de aquellos hermosos caballos, los había de diferentes razas. Todos ellos tan hermosos, tan perfectos.
Recordé también a los cerdos enormes y olorosos…a las ovejas…
Y también a los toros, y su particular olor…
No podía ser, no era más que una pesadilla, una maldita y espantosa pesadilla…pero todo era tan real…tenía que encontrar la salida.
Delante había otra lámpara, se veía distante, como un punto luminoso suspendido en las tinieblas. Mis manos rozaban las paredes, como rasgando las penumbras, buscando desesperadamente una salida. Apuré mi paso, me tropecé una y otra vez, ya no quería ni saber de la naturaleza de mis obstáculos.
El olor cada vez era más penetrante y el golpeteo de cascos sobre las piedras, cada vez más fuerte…más cercano.
La luz de delante estaba más cerca e iluminaba lo que parecía ser una estancia más grande.
El olor acre se acrecentaba a medida que se iba entremezclando con otros aromas, un espantoso olor a putrefacción penetró por mis fosas nasales como una espada hiende la carne. Sin darme cuenta me encontré en medio de una sala y el horror me dominó completamente.
Huesos humanos, algunos con restos de carne y piel aún adheridos yacían desparramados por toda la estancia.
Muecas de horror se dibujaban, impertérritas y atemporales, en las desencajadas mandíbulas de los cadáveres y cuencas vacías eran el hogar de gusanos y moscas. Algún ojo colgaba aún fuera de la órbita, mirándome con su seca pupila.

Miré a mí alrededor, sólo espanto y putrefacción y ninguna salida…y los pasos se escuchaban cada vez mas cerca.
Presa del terror, miré los cadáveres que me rodeaban,  no quería ser uno de ellos.
Uno de los cuerpos iba ricamente ataviado, como correspondería a un personaje importante y restos de carne aún se adherían a sus huesos. Su mano derecha se cerraba entorno a una espada con restos de sangre seca. A pocos metros de él había una lanza.
El suelo dejó de retumbar y luego de unos segundos de silencio que se hicieron eternos escucho un resoplar…tan cerca…demasiado cerca.
Sin dudarlo cogí las armas, mi instinto de supervivencia me impulsaba a actuar y el cuerpo respondía a esas señales.
Me arrinconé contra una pared, y esperé. Algo suave pasó entre mis piernas, era el gato… “vaya momento para aparecer”, me dije, y mi rostro casi esboza una sonrisa nerviosa.
El suelo comenzó a retemblar frenéticamente. Dos puntos rojos como brazas candentes flotaban en la oscuridad.
De la negrura del túnel surgió la inmensa criatura. La suma de todos los horrores de mi infancia se hallaba delante de mí mirándome a través de sus sanguinolentos ojos.
Un espeso vello negro cubría su enorme cuerpo, aberrante creación de los digitadores del destino de los humanos, y de las bestias.
Sus  piernas terminaban en cascos, su cabeza era la de un enorme toro, pero lo que más me aterraba, al punto de lograr paralizarme, era la expresión de sus ojos.
Había en ellos una mezcla de rabia y odio. Furia incontenible reflejada en un rostro tan animal, y a la vez tan humano.
Algo detuvo su avance, miró las armas que tenía en mis temblorosas manos y pareció titubear un instante, como si dudara o como si estuviese midiéndome. Pero sólo fue un segundo.
Un bramido hizo temblar las paredes de la estancia y estremecer cada fibra de mi ser. Bajó su enorme cabeza y sus terribles protuberancias apuntaron hacia mi cuerpo y toda aquella enorme y poderosa masa se dirigió hacia mí en una carga arrolladora.
Un resorte invisible fue lo que impulsó la lanza que tenía en mi mano derecha. El movimiento fue casi involuntario. Temí que el sudor que empapaba mis manos afectara su trayectoria pero no fue así.
Fue la asombrosa e inesperada agilidad  para una bestia de tales dimensiones la que le permitió torsionar su cuerpo, aún en plena carga devastadora e imparable, para evitar que la lanza se clavara en su pecho.
La punta de bronce rozó su hombro derecho, produciéndole un corte.
Se detuvo unos segundos que me parecieron eternos. La adrenalina circulaba por mi cuerpo imbuyéndome de una energía tan fuerte que me dominaba por completo.
El monstruo sabía que podía dañarlo, pero su furia era a tal punto incontenible que deformaba su espantosa cabeza otorgándole más humanidad a su expresión, lo que lo hacía aún más horroroso.
Salvó los pocos metros que lo separaban de mí en una exhalación, pero no perdía de vista ya la espada, que mi temblorosa mano, transformada en una garra, sostenía con una inevitable rigidez.
Como una fiera que se siente acorralada comencé a dar desesperados mandobles con la espada. Conseguí hacerle un corte en un brazo, pero no vi el otro que como una maza se dirige hacia mí  arrojándome brutalmente contra una pared.
Mi cuerpo cayó sobre unos huesos, intenté moverme, pero el dolor en mi espalda era tremendo. Su cabeza se dirigió hacia mí, unos enormes cuernos con restos de sangre ya seca me sentenciaban a morir, buscando mi vientre. Era el fin, moriría en aquel pestilente laberinto, devorado por aquella bestia de pesadilla y mi cráneo sería el hogar de inmundos gusanos. Torció su enorme cuello como para coger impulso pero de pronto se detuvo y miró hacia abajo. En sus flamígeros ojos pude percibir una expresión de curiosidad o quizás de sorpresa. Una tierna y diminuta bola de pelos jugueteaba, ronroneante, entre sus piernas. Ajena a tanto horror.
Todo sucedió muy rápido. Algo me impulsó a reaccionar. Mi mano izquierda no se había deshecho de la espada, aunque ni siquiera sentía su empuñadura sabía que estaba allí.
El bronce, ávido de sangre, se hundió en el pecho del Minotauro y hendiendo la carne, la hoja se penetró hasta la mitad. El grito que profirió fue espantoso y hasta sentí la hediondez de su aliento en mi rostro. De un salto, casi instintivamente, me aparté de él, que comenzó a retorcerse de dolor. Sus cascos golpeaban el suelo haciéndolo temblar, despidiendo huesos rotos que volaban astillados por los aires. Me hallaba arrinconado contra una pared, paralizado por el miedo, sin poder mover ni un músculo.
Con gran esfuerzo la bestia consiguió arrancar la espada de su pecho. Un borbotón de sangre comenzó a manar de la herida.
En medio de terribles gritos que hacían burbujear sangre por su boca, se arrojó ciegamente sobre mí. Salté hacia un costado cayendo sobre unos esqueletos. El monstruo se golpeó contra la pared, haciendo volar por los aires pedazos de argamasa y cuerno. Su cuerpo dio un medio giro y tambaleante se apoyó contra la pared, desplomándose. Su entrecortada respiración producía borbotones de sangre que manaban por su boca y su nariz.
Vi la lanza, la cogí. Esos ojos que hasta hacía unos instantes aparecían llameantes y me infundían tanto temor, ya no lo hacían.
Sólo vi en ellos una tristeza inconmensurable y un sufrimiento insoportable.
Sus ojos se encontraron con los míos. Suplicantes, ávidos de algo que no alcanzaba a comprender. Quizá de respuestas, o simplemente de la libertad que jamás había conocido. Un ser condenado a ser diferente y por ello temido u odiado. Juguete del destino, capricho de los dioses y muestra cruel de la debilidad humana.
Sus pupilas ya no llameaban, sus ojos sólo me suplicaban.
La lanza de se hundió en el corazón del Minotauro. Aquella arma ya no buscaba anular mis miedos, el acero no hendía la dura coraza de mis más tempranas pesadillas, sólo se había transformado en un instrumento de misericordia.
Y me quedé, tembloroso, pero ya no de miedo, contemplando aquél bestial cuerpo sin vida.
Ajeno a tanto horror y tanta muerte el gato estaba jugando a pocos metros de allí. Intentaba sacar algo de la alforja del guerrero que portaba las armas. Un ovillo de lana salió rodando de su interior. Del mismo ovillo salía un extremo que se perdía entre la maraña de cuerpos que había en la estancia.
Presa de una emoción incontenible comencé a seguir su rastro. De un tirón casi involuntario y quizá al rozar un hueso roto o un arma, el hilo se rompió. Desesperado comencé a apartar a aquellos cadáveres pestilentes, arranqué huesos, desgarré ropas sanguinolentas…hasta que lo volví a encontrar.
Con cuidado fui siguiendo el recorrido que para mi asombro llegaba hasta una de las paredes y allí terminaba, como si se metiese dentro de ella.
Cogí una de las lámparas de aceite de la pared y me acerqué al muro. Una casi invisible fisura se apreciaba en él. Comencé a presionar el muro a la altura de la hendidura y éste comenzó a ceder, girando sobre lo que parecía ser un eje.
Una corriente de aire más fresco disipó los espantosos hedores que dominaban aquél lugar. Aquél nuevo pasadizo que se abría ante mí podía ser la salida de ese laberinto de pesadilla. Miré el cuerpo exánime que yacía a escasos metros de mí, enorme e inerte; y pensé que si algo existía allí arriba, digitando sino y destino de todo lo que pululase sobre la superficie terrestre, era demasiado cruel, o veía en nuestra existencia un simple divertimento. ¿Quién podía concebir una aberración así? Condenándola a una vida de sufrimiento y sometiéndola al rechazo y al odio, tan característicos de la naturaleza humana. Me dije que en el mundo había no uno sino muchos minotauros y cosas aún mucho peores, verdaderamente temibles.
Me lancé a las tinieblas, desgarrándolas con la luz de mi antorcha. El hilo salvador se iba deslizando por una de mis manos con rapidez.
No se cuanto tiempo vagué por aquel laberinto. El gato me acompañaba, a veces adelantándome, otras retrasándose.
De pronto pisé algo resbaladizo, quizás aceite.
Caí. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y luego, la oscuridad.
Quería moverme, pero no podía. Sentí una respiración cerca de mí…el roce de algo velludo…

Mis ojos se abrieron y se encontraron con otros grandes y amarillos.
El gato estaba sentado sobre mi pecho, ronroneando. Miré a mí alrededor. Los pinos se mecían suavemente con el viento y el sol aún se entreveía entre las copas de los árboles.
Me incorporé con cierta dificultad, me dolía cada músculo de mi cuerpo. Uno de los guardas se me acerca y con ese hablar tan suave y pausado propio de los cretenses y me dijo en griego y luego en inglés que el recinto estaba a punto de cerrar. Me acompañó hacia la salida y cuando llegamos a la verja que delimitaba el complejo me preguntó:
-¿Le gusta la historia?
-Si, me gusta- le contesté.
-Pues aquí está muy…viva; en toda la isla, pero sobre todo aquí mismo, en Knossos…hay algo más fuerte, diferente…pero bueno –hizo un gesto como para restarle importancia a su comentario y agregó- Usted no es de aquí y por ello quizás no lo entendería.
Por unos instantes que se me hicieron eternos su mirada se perdió entre las antiquísimas ruinas. Noté que iba a agregar algo, pero por alguna razón, prefirió callar.
Me hizo un gesto con la mano y se fue andando por debajo de la glorieta, mientras silbaba una canción.
A lo lejos, entre las ruinas, una pequeña figura estaba acurrucada debajo de un bajorrelieve de un toro rojo.
Y sus ojos amarillos y sin tiempo me miraban fijamente.

2 comentarios:

Pablo Cardillo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Como me gustó..!!!..Como dice Oesterheld..Está el pasado tan muerto como creemos..??