jueves, 5 de febrero de 2009

El Centinela


Entre los colores que se entremezclaban en el movedizo cuadro que se pintaba en la ventanilla del tren, de pronto dominó un intenso azul verdoso. Quizás fue eso lo que me decidió a bajar en aquella estación, cuyo nombre, que se me antojó bastante extraño, había sido anunciado unos minutos antes por una amable locución.
Toda una vida rodeado por el cruel cemento de una infinita ciudad había amodorrado mi sensibilidad hacia la naturaleza. Quizás por eso cuando me tumbé en la arena y llené mis pulmones de aire marítimo y endulcé mis oídos con una de las melodías más maravillosas que la naturaleza ha compuesto, me dije que en ese instante mi felicidad era perfecta.
Dejé vagar mi mirada por el entorno. Unas casitas verdes y blancas que miraban hacia el mar me deleitaron por su simpleza y originalidad. Pero a tan sólo unos metros de allí las vías del tren y su interminable red de cables y acero me daban la sensación de que el pueblo hubiese sido abierto en canal y sus venas expuestas al cielo. Fui incluso algo más lejos e imaginé a aquél lugar como un organismo vivo, como el cuerpo de un guerrero marcado por las cicatrices de mil batallas. El tren, la carretera y la autopista lo seccionaban violentamente, pero aún así me parecía tan fuerte y lleno de vida como si jamás hubiese sido tocado. Las montañas parecían circundar aquél pueblo de casitas blancas como conteniéndolo y a la vez aislándolo del resto del mundo, quizás para protegerlo.
Podría haber seguido divagando aún más tiempo, pero sentía un llamado al cual no podía desatender. Esas aguas de color esmeralda eran demasiado tentadoras así que no me resistí más y me adentré en ellas, agradeciendo el frío del mar de primavera ya que me hacía sentir aún más vivo. Después de haber nadado unos minutos miré hacia la costa y observé con cierta sorpresa que desde allí podía abarcar con mi vista todo el pueblo sin la más mínima dificultad. El blanco de las casas contrastaba con la vegetación de las montañas, fortalecida por un prolongado período de recientes lluvias. Pero había algo que no parecía pertenecer a aquél lugar. Más atrás, las montañas dejaban de lucir su verdor y se mostraban desnudas, sin el más mínimo vestigio de vida. Noté que faltaba gran parte de lo que había sido la montaña en un principio, más bien era como si una bestia, hambrienta y gigantesca, le hubiese dado una brutal dentellada desgarrándole las entrañas.
Comencé a estremecerme, quise creer que fue por el frío y emprendí la vuelta hacia la orilla. Ya envuelto en mi toalla reparé en la montaña que marcaba el límite sur del pueblo, y en el arbolito que parecía rematar su cima de manera tan particular. Me sequé, me vestí y caminé en aquella dirección.
Durante la caminata seguí deleitándome con las breves callejuelas y las vistas. Noté también que en aquél lugar los niños jugaban por las calles gozando de una libertad que en Barcelona o en cualquier otra gran ciudad hubiera sido impensable.
Casi sin darme cuenta el pueblo pasó con la brevedad de una diapositiva y me encontré a pocos metros de la curiosa formación rocosa. Me pregunté como podría hacer para subir hasta la cima. Le interrogué al respecto a un hombre mayor que estaba sentado cerca de allí y con un par de señas y algunas palabras me indicó el camino.
A medida que ascendía fui mirando hacia uno y otro lado. No recordaba haber visto anteriormente paisaje más dispar y me asombré de cómo los sentidos pueden captar el entorno. Me tapé mi oído derecho y sólo escuché camiones, máquinas trepanando la roca, el traqueteo del tren…Luego hice otro tanto con mi oído izquierdo y la sinfonía fue bien diferente, sólo escuchaba las olas rompiendo contra las rocas y el siseo del viento al escurrirse entre las ramas de los pinos.
Desde donde me hallaba sentado podía de igual manera jugar con lo que veía y grabar en mi retina sólo aquello que me agradase. Pude notar que la autopista, la carretera, las vías del tren y el puerto, por su fuerza y superficie dominaban la escena. Aún así, podía elegir ver sólo el pueblo sin sus cicatrices o perder mi mirada en las montañas o en el azul del horizonte.
Lo que me extrañó fue que por más que lo buscase, el árbol que desde abajo se podía apreciar perfectamente allí arriba parecía brillar por su ausencia. Otra curiosidad más de aquel lugar tan particular, me dije. Me encogí de hombros y comencé a descender, comenzaba a tener frío ya que el verano aún estaba lejos y la estación de tren, también.

Mientras esperaba que parase algún tren, temiendo casi que mi persona pasara a formar parte del decorado de la estación, no pude evitar mirar hacia la montaña a la que hacía tan sólo unos minutos había recorrido. Y allí estaba el arbolito, como un mudo y viejo centinela, testigo de la vida de un pueblo en donde el tiempo y el espacio parecían entretejerse hasta desconcertar al visitante.

A veces descubrimos lugares que sin saber porqué, nos marcan para siempre.
Es como si en ellos encontráramos fragmentos perdidos de nosotros mismos que quizás vayamos recuperando, como si fuesen parte de un rompecabezas que jamás terminamos de armar.
Creo que eso es lo que sentí cuando pisé Garraf por primera vez.
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¡Gracias Fale por publicarlo en la revista de Garraf!