jueves, 12 de noviembre de 2009

Barro y Sal

Aún recordaba mi último encuentro con Ricardo Torino. El con un martini rosado con menta en su mano izquierda que a ratos le mojaba los labios y yo con una jarra de cerveza que, inexplicablemente, había visto evaporado su contenido en un tiempo tristemente breve. La atmósfera de aquel bar, cargada de tabaco y de hamburguesa y fritos evaporados no fue óbice de distracción para el tema que estábamos debatiendo.

-No hay fuerza en la tierra o sobre ella a la que debamos adorar con fervor religioso, ni siquiera con la indiferencia y la comodidad de la cual hace gala a la hora de la práctica el creyente moderno –me decía Ricardo- porque creo que aunque existiesen o no digitadores del destino del universo, ¿que debemos agradecerles? ¿el habernos creado y luego abandonado? ¿Abandonarías tú a tus hijos a la miseria del hambre, los padecimientos de las enfermedades y a los horrores de la guerra?

-No, en verdad que no –opiné- ya los griegos decían que los dioses eran dominados por las más bajas pasiones, las más brutales cóleras y por una cruel indiferencia hacia el género humano. Pero aún así y a su manera, los adoraban.

-Si claro…Por comodidad, por miedo y por la seguridad y fuerza que nos aporta el saber o creer que tenemos quien o que nos respalde o nos lleve hacia dónde nuestras capacidades y voluntades ya no nos permitan hacerlo –agregó Ricardo. Y entre cervezas y martinis expusimos nuestras opiniones acerca del teísmo, el ateísmo, el agnosticismo o el apateísmo, incluso disentimos acerca del iteísmo, pero llegados a ese punto de la conversación el alcohol ya enturbiaba nuestro sano juicio

-Y podemos hasta inventar, ya puestos, una sexta posición – balbuceó Ricardo, haciendo ímprobos esfuerzos por armar una frase coherente.

-¿Y…cual sería esa sexta posición, según tu? –le contesté intentando contener el reflujo de lúpulo y malta que pujaba por salir al exterior.

-El monoarqueoteísmo . -me contestó seriamente Ricardo.

-Ufff no me pidas en estos momentos que descifre ese trabalenguas –le dije mientras apuraba el último sorbo de cerveza.

-Es muy simple…se trata de revivir el culto a un dios olvidado, pero sólo a uno, de volverlo a profesar después de cientos de años o de milenios de no practicarlo.

-Ah, entiendo…y eso porqué, ¿o para que? Al menos en tu caso, que te hallas en algún lugar entre el ateísmo y el agnosticismo, no parece tener sentido- le dije acompañando mi opinión con un encogimiento de hombros.

Ricardo Torino se quedó con la mirada perdida en un punto impreciso entre la botella de martini rosado del exhibidor y la camarera, y luego de unos segundos agregó: Es cierto, tienes razón, no tiene demasiado sentido. Brindamos por última vez y cada uno se fue para su casa.

Habían pasado tres meses desde aquel día y mientras mi coche recorría las sinuosidades de las curvas del Garraf pensaba que sería de la vida de alguien tan peculiar como Ricardo Torino. El pueblo de Garraf surgió de entre las montañas, blanco y silencioso. La casa de Ricardo estaba cerca de la carretera y era la más antigua de la urbanización y ya desde lejos era fácil de identificar el apartamento, gracias a la columnilla de humo que se alzaba desde una terraza.

Ricardo me abrió la puerta de su casa y me ofreció su muñeca ya que sus manos estaban tiznadas por el carbón. En un fugaz lapso de tiempo me encontré con mi infaltable cerveza en la mano y él con su martini rosado con menta, y así nos quedamos un largo rato observando el fuego en silencio, al que no tardé en sacrificar con algún comentario banal. Comenzamos a charlar sobre temas que quizás no nos interesaban demasiado ni a uno ni a otro (pero que bien podían servir a modo de precalentamiento verbal) hasta que recordé el tema de conversación de nuestro último encuentro y estuve a punto de desempolvarlo, pero Ricardo se me anticipó.

-¿Recuerdas lo que hablamos sobre religión aquella vez?

-Algo…cuando nuestras facultades no llegaban ni al cincuenta por ciento mencionaste una postura alternativa a los otros teísmos, ¿como se llamaba?

-Monoarqueoteísmo…pero ahora la he cambiado, aunque en verdad podría entenderse como Monopaleoteísmo. La diferencia es que el primer término es mucho menos abarcativo que el segundo, que se refiere a lo más antiguo, a lo primigenio-decía Ricardo mientras su dedo índice desplazaba los cubitos de hielo por el vermouth.

-Ah, si, ya lo recuerdo ¿pero existe hoy en día alguna religión que pueda encasillarse dentro de alguna de estas definiciones y que no sea catalogada como una secta?

-Más que una pregunta lo tuyo debería ser un afirmación. Cualquier grupo que hoy día profese un culto a un dios olvidado sería considerado como una secta o simplemente, como una manga de chalados u oportunistas -y agregó mientras acomodaba unas costillas de cordero en la barbacoa- y ciertamente, la mayoría de las veces suele ser así.

Hubo unos segundos de silencio en el que yo me limité a beber y Ricardo a acomodar las brazas, pero parecía pensativo. Rompió su mutismo con una invitación inesperada. Me propuso realizar al día siguiente un paseo en kayak y me prometió enseñarme algo que podía ser la respuesta a algunos interrogantes. Como respuesta estiré mi brazo apuntando con el dedo hacia el cielo y le recordé que pronosticaban varios días de viento y lluvias torrenciales, con lo que el “paseo” podría más bien definirse como “aventura peligrosa”. Mi amigo sólo se limitó a sonreírme mientras me tiraba en el plato un par de costillas de cordero, con lo que consiguió callarme y me dijo que simplemente estuviese en el puerto de Garraf por la mañana, sin darme opción a réplica.

Así fue que al día siguiente, que por cierto fue como un inexplicable oasis climático en aquél octubre tan tormentoso, me encontré con Ricardo en el puerto de Garraf. Venía muy sonriente, abriendo sus brazos hacia el cielo azul y diciéndome: -¿Ves? Te dije que confiaras en mí.

Tan sólo nos llevó unos minutos salir del puerto y nos encontramos remando en un mar cuya superficie de espejo parecía reflejar nuestro asombro, siempre renovado, ante tan hermoso paisaje. No era la primera vez que hacía ese paseo con Ricardo, pero la sola contemplación de una imagen tan poderosa como era la del enorme acantilado, con sus pétreas raíces entrando en las aguas, los cientos de gaviotas que salpicaban la pared rocosa y los peces que saltaban ante nuestro paso no podía dejar indiferente ni al más frío observador.

Al cabo de un rato llegamos al Riuet. El mar entraba varios metros en la roca formando una concavidad dentro de la que habían una plataforma y más atrás la entrada a una cueva. Un río cuyos orígenes se perdían dentro del macizo del Garraf, y que serpenteaba por las entrañas de la montaña (por lo menos gran parte de su recorrido era por dentro de la cueva) para culminar su viaje allí mismo. En los pocos paseos que había efectuado yo con Ricardo por esa zona ni siquiera nos planteamos el entrar en aquel negro y tenebroso agujero. Demasiado difícil y peligroso el acceso y con historias más que intimidantes acerca de buzos perdidos, vertidos tóxicos y emanaciones de azufre. Dudé un instante pero Ricardo me instó a que lo siguiera y su determinación borró todo atisbo de duda en mí, así que subimos a la plataforma para luego arrastrar las embarcaciones hasta una parte en la que el río subterráneo tenía unos centímetros de profundidad, con lo que se hacía fácilmente navegable. Mi amigo adivinó mis temores y me tranquilizó diciéndome que el paseo se limitaría a adentrarnos unos pocos metros en la cueva y procedió a encender una luz que podía llevar en la cabeza y que era más que suficiente para enseñarnos el camino y disipar temores (o para reafirmarlos). Unos metros más adelante se podía apreciar cierta claridad que arremolinaba las tinieblas y que le daba a la cueva un aspecto increíblemente fantasmal, pero como nunca había entrado a una di por hecho que casi todas serían más o menos así. La claridad provenía de un rayo de luz que se filtraba a través de una abertura que tenía la roca y que evidentemente comunicaba con el exterior. Una plataforma natural nos sirvió de espigón y pusimos nuestros pies en ella, no sin cierto asco por mi parte por el musgo resbaladizo y viscoso que rozaba las plantas de mis pies.

-Bueno –dijo Ricardo, y sus palabras produjeron un extraño eco en aquél lugar- ahora sabrás porqué te he traído aquí -.

Asió una roca que había casi a la altura de su cabeza y la apartó cuidadosamente, y lo que dejó al descubierto llevó mi asombro al límite de lo imaginable. La débil luz que iluminaba la estancia me reveló una imagen que no me resultó nueva pero que allí hubiera imaginado imposible; la figurilla de arcilla, de no más de un par de palmos de altura, me contemplaba sabia y sonriente desde un rostro barbado. Su cuerpo casi desnudo sólo cubierto en su intimidad por una falda y sus manos juntas a la altura del tórax en actitud orante me hablaron sin prolegómenos de su remoto origen.

-Es…- comencé a balbucear- o parece una estatuilla sumeria, pero como puede ser…

-Es y parece, o ni una cosa ni la otra – me dijo- y apoyándome una mano en el hombro continuó: Como muy bien sabes mi ateísmo nunca conoció doblez ni síntoma de flaqueza alguno, es más, sólo se ha visto alimentado por las reflexiones y la experiencia. Pero una noche no tan distante de este día tuve un sueño extraño al cual por motivos que aún no comprendo quise ver como revelador. Soñé que me hallaba en un sitio al aire libre y cercano a la ladera de una montaña, al pié de la cual había un grupo de hombres vestidos a la usanza de los antiguos mesopotámicos. Estaban adorando a una figura de no mucho más de dos metros de altura, que parecía estar tallada en piedra. Cuando se retiraron me reí de ellos y me dije cuan primitivos me resultaban en la profesión de su credo…si, yo que me considero tan abierto en mis creencias, tan respetuoso en la fe de los demás en dioses representables o no, me reí de ellos. Luego me acerqué a la estatua y me coloqué en su base recorriéndola con la mirada, por curiosidad o simplemente por interés científico. Lo que sucedió entonces es la razón de que estemos aquí en este momento. La estatua pareció salir de un milenario e inevitable letargo y comenzó a moverse lentamente, en un principio sólo inclinándose imperceptiblemente, luego moviendo su cabeza hacia abajo. Comencé entonces, en medio de la más abrupta confusión, a balbucear palabras de asombro y de interrogantes con aires de culpa a aquella estatua. –Entonces es verdad – le repetí una y otra vez a aquella figura y le pregunté su nombre y comencé a desplegar ante ella un completo listado de dioses mesopotámicos hasta que llegue al momento en que le dije. –Quien eres, eres Enki?- Entonces la figura se inclinó aún más y por primera vez me miró con sus penetrantes y secos ojos líticos. Y fue allí que me desperté. Si, me imagino todo lo que estarás pensando –siguió Ricardo- y tienes razón. Podría haber hecho caso omiso de lo que en realidad no parecía ser más que un simple sueño, consecuencia de mis interminables reflexiones y de mis lecturas, pero no fue así. Esa misma tarde, cuando salí de trabajar en el restaurante me fui en busca de un paquete de arcilla, luego recolecté un poco de arena de la playa, agua de mar y dos pequeñas conchas blancas.

Con todos estos materiales y con las conchas como ojos, a la usanza de la época, creé esta figura que estás contemplando. Es la imagen de Enki tal cual la soñé. Enki es el dios sumerio de las aguas, absorbido luego por las vecinas y más recientes culturas acadia, asiria y babilónica. Fue el creador y también el salvador de la humanidad cuando otro dios menos paciente, de cólera fácil, Enlil, envió el diluvio destructor. Un dios astuto, alegre, gran seductor y con un apetito sexual insaciable, y con debilidad por el ocio y la bebida. Me dije que si debía creer en un dios, ¿porque no elegir a Enki? ¿Recuerdas lo que hablábamos del Monopaleoteísmo?, pues sería esto. Revivir el culto a un dios antiquísimo y olvidado. ¿Porqué o para que?– continuó anticipándose así a mi obvia pregunta- Imagínate lo agradecido que estaría un dios porque alguien, después de miles de años de permanecer ignorado, lo hiciese resurgir de las cenizas.

Mientras hablaba, Ricardo comenzó a hurgar en su mochila y extrajo de ella un panecillo de manufactura casera y un incienso. Se los ofrendó a su dios particular a la vez que proseguía, entusiasmado y ajeno quizás a mis temblores (la humedad y el frío eran terribles allí) y a los suyos, que le provocaban leves sacudidas, con su monólogo revelador. Le dije que si me quedaba un segundo más en aquella cueva yo también me transformaría en una estatua. Colocó la piedra para ocultar el altar no sin antes guiñarle el ojo a la figura de arcilla y salimos en silencio de la cueva. Creo que pocas veces agradecí tanto como en aquél día sentir el sol en mi rostro, aunque fuese levemente tibio y otoñal.

A los pocos minutos de abandonar la cueva el tiempo comenzó a cambiar notablemente. Un viento leve comenzó a soplar y la superficie del mar empezó a agitarse. Mil y una preguntas se agolpaban en mi cabeza, pero por alguna razón, todas ellas siguieron girando cómoda y desordenadamente en mi cerebro. Luego de dejar los kayaks en el puerto nos sentamos en una roca a contemplar el mar. El viento soplaba cada vez con más insistencia y las olas al chocar con las rocas levantaban largas columnas de agua. Le pregunté a Ricardo si había contado con que el mar sufriría ese cambio repentino, aparentemente inesperado y le hice notar lo peligroso que hubiera sido que sucediese cuando aún estábamos en la cueva. Se limitó a sonreír y a extraer un papel doblado que llevaba en su mochila. Era el reporte del tiempo para ese día. Anunciaban vientos y marejada fuerte durante toda la jornada.

-Se equivocaron, porque hasta hace no más de media hora el mar estaba increíblemente plácido –le dije sin entender lo que me quería decir- ¿o acaso me insinúas otra cosa? Vamos, no me vengas con que…

-No es una insinuación, quizás la respuesta a tu interrogante es tan clara que no la podemos ver, ya sea por nuestro escepticismo o por nuestra cerrazón. Cuando te propuse hacer este paseo ya conocía el reporte del tiempo y si no podíamos entrar en la cueva, el mismo ya no hubiera tenido sentido. Sin embargo, por alguna razón, confiaba en que el tiempo cambiaría y podría al fin enseñarte la estatuilla. Se que para ti todo esto no tiene demasiado sentido, incluso debo reconocerte que mi ateísmo ya no puede definirse como tal y lo que empezó más bien como un entretenimiento terminó por transformarse en lo más parecido que puede haber a un monopaleoteísmo. Creer o no creer – dijo, y abarcó con un gesto de su mano el paisaje que nos rodeaba – soy libre de elegir tanto una u otra postura y de cambiar cuantas veces desee.



Le manifesté mi respeto por su curiosa postura, a la que veía algo tambaleante pero no por ello del todo incoherente, pero por sobre todo coincidimos en cuanto a que la mayoría la tildaría de delirante. Las palabras dejaron de fluir de nuestros labios, como la última gota de agua que deja caer la cantimplora de un sediento explorador y nos quedamos contemplando el mar en un silencio al que no nos atrevimos a profanar con más palabras. Convulsa y poderosísima, la naturaleza nos enseñaba orgullosa su obra de viento y sal. Sin permiso alguno, una imagen irrumpió en mi mente. La de una figurilla que me observaba y me regalaba su sonrisa milenaria, trazada sobre una arcilla aún fresca. No supe si en mi fantasía ella se burlaba de mí o si eso era también otra tonta idea mía, sólo estaba seguro que el sol ya se había ocultado detrás de la montaña y comenzaba a hacer frío.

Y pensé que en aquella cueva las penumbras tenían que ser tan espesas como las que en ese momento, también invadían mi razón.