lunes, 4 de octubre de 2010

Bookhunter

I

Los dramas de París

La sombrilla apenas menguaba el castigo que un febo implacable descargaba sobre mi cabeza. Una espada de Damocles ígnea de 38 grados de tortura.
Es domingo, es domingo, me repetía una y otra vez para infundirme ánimos recordándome que era el último día laboral de la semana, mientras con la rasera revolvía en el caldero en busca de una pinza de bogavante para colocar en el plato. El vapor que ascendía del recipiente aumentaba aún más la temperatura a mí alrededor y tenía que entrecerrar los ojos a causa del escozor que éste me provocaba y por las gotas de sudor, que alegres, bailoteaban en mis pestañas. Por unos instantes me dio la sensación de que compartía con el bogavante (no con ese, sino con otro que en mi fantasía imaginé vivo y sin el destino de ser despedazado) su originario medio acuoso y podía verlo como él me veía a mi a través de sus ojos marinos.
Mi sentido del peligro funcionó algo mejor que el del pobre crustáceo y me alertó que estaba siendo observado por unos penetrantes ojos acristalados. El jefe medía cada uno de mis movimientos, cronometraba cada segundo extra que invertía en mi labor y la cantidad de veces que introducía la rasera en el caldero. Su mirada panorámica no dejaba fuera la mesa de los clientes que con expectación aguardaban la llegada de su plato principal. Seguramente estaba mirando lo mismo que todos los días desde hacía un año. ¿Había levantado los platos vacíos antes de siquiera osar acercarme con los segundos?, ¿les había colocado los cubiertos específicos? ¡Ah!, siempre se podía cometer un error, no por nuestra obvia condición de humanos y todo lo que ello implicaba, sino por nuestra irremediable inutilidad. Cuando veía entrar por la puerta al jefe, cada mañana, me daba la sensación de que automáticamente cada parte de su organismo se conectaba con cada dependencia o artefacto del restaurante. Una especie de fusión biomecánica que le permitía ejercer un control casi absoluto sobre todo lo que allí sucedía,  y si no era así, al menos eso era lo que él intentaba traslucir.
Uno de mis compañeros pasó resoplando cerca mío cargando con una paella y con una expresión de resignación que le pesaba aún más que su carga material.
Mientras dejaba los platos rebosantes de feliz crustáceo en la mesa a la que iban destinados y me disponía a recoger otros ya vacíos intentando recordar al  mismo tiempo lo que me habían pedido en la mesa setenta y cuatro y en la ochenta y dos, hacía denodados esfuerzos por mantener abiertos mis ojos a pesar de las gotas saladas que se me colaban entre las pestañas produciéndome un ardor imposible de calmar ya que tenía mis manos ocupadas.
La pajarita que llevaba en el cuello se me antojaba el yugo de un buey, y hería quizás más  mi orgullo de lo que dificultaba mi respiración. Lo miro al mâitre que en ese momento pasó saltando de sombra en sombra y me arranco la maldita pajarita. Iba a decirme algo pero se calló. Me sentí como Espartaco revelándose en la cantera. Tampoco hizo falta que yo articulase palabra, mi gesto y mis ojos no hubieran podido expresar mi estado de ánimo más claramente de lo que lo hicieron.
Lo que sucedió aquél día no se diferenció demasiado de lo que se vivió otros domingos. Lo que marcó la diferencia fue la abrasadora lengua de fuego que nos lamió sin compasión ni pudor y que el jefe, sin considerar este pequeño detalle, recalcó que debíamos usar pajarita. Afortunadamente la jornada laboral terminó antes de que me desmayase y con mis últimas fuerzas me dirigí con paso algo tembloroso hasta mi casa. Las ventajas de vivir cerca, las desventajas de salir de noche, reflexioné mientras caminaba los escasos quinientos metros que me separaban de casa. Distancia que se me antojaba exagerada dado el estado en el que me hallaba. Salir de fiesta un sábado y dormir poco más de dos horas, considerando la paliza que iba a recibir al día siguiente, era casi suicida y asumía mi parte de culpa. Cuando llegué a las escaleras que me conducían al túnel que me llevaría al otro lado de las vías del tren y más cerca de mi casa, en el segundo tercer escalón me encontré a un viejito apoyado en la pared. Tenía un bastón en una mano y un periódico debajo del otro brazo. Le ofrecí mi ayuda para subir las escaleras y las aceptó de buen grado ofreciéndome la mano en la que tenía el periódico, al que coloqué debajo de mi otro brazo. Cuando faltaban tan sólo cuatro escalones para llegar al túnel se detuvo, se giró lentamente y miró hacia atrás, hacia el mar de la tarde y el cielo rojizo. Le pregunté si se encontraba bien (seguramente algo mejor que yo, pensé) y se limitó a responderme: -¿Escucha? ¿Lo escucha?-  Entendí que se refería al sonido del mar, en dónde sus ojos, que no me parecieron ni viejos ni cansados, sino llenos de energía, se perdían. 
-Es que aquí, justo en dónde estamos parados, se oye diferente, como si tuviésemos la oreja en una caracola.- me dijo- y yo asentí sin comprender bien lo que me decía y lo acompañé hasta el andén del tren. Me agradeció por haberlo ayudado y cuando le di el periódico me lo rechazó diciéndome que me lo quedara, que de todos modos el lo iba tirar. En verdad me venía de maravilla ya que ese día más que en ningún otro deseaba visitar la sección de empleos. Me despedí del viejito camino a mi casa y luego de un par de horas de descanso me dirigí entre bostezos y tropezones al baño. Perdí la cuenta del tiempo que estuve debajo de la ducha, mi cerebro se desconectó de tal manera que creo que conté hasta cada una de las gotas que golpeaban en mi cabeza. Me preparé algo de cenar y me senté en el salón con el periódico y mientras engullía mecánicamente unas tostadas con queso de cabra comencé a pasar las páginas con movimientos robotizados, reparando en algún que otro titular sin llegar a profundizar demasiado en los contenidos. Cuando casi paso de largo la única página de empleos que había recordé porque lo tenía entre mis manos. Recorro con el dedo las pocas y muy pobres ofertas de empleo que aparecían y veo una que me llama la atención. “Buscamos una persona apasionada por la lectura y la escritura, amante de los retos, abierto de mente y de espíritu, con libertad para desplazarse a dónde sea necesario. Gastos pagos, buen sueldo”. 
Espoleado más por la curiosidad que por la seguridad de cambiar a un trabajo interesante me dispuse a llamar al día siguiente a la referencia que figuraba en el anuncio.  Sólo había un número de teléfono como contacto, ni siquiera había un día o un horario especificado. Del otro lado comenzó a sonar Frank Sinatra entonando “There must to be you” hasta que la voz, seca y grave, me sorprendió tarareando la canción.
-¿Diga?
-Ah, si…Buenos días, llamaba por el anuncio que habéis publicado en “La voz de Catalunya”, ayer domingo.
-Dígame su nombre, por favor –me cortó secamente, como si eso en verdad importara.
-Ricardo Torino, es mi nombre-contesté, a la vez que traté de identificar el extraño acento de mi interlocutor.
Del otro lado hubo un silencio que se me antojó demasiado largo. Tuve por un momento la sensación de que mi antipático interlocutor tapaba el micrófono y se dirigía a alguien en voz baja. Luego de ese instante volvió a la carga.
-¿Nacionalidad?
-Argentina, pero tengo tarjeta de res…
-Bien –me dijo interrumpiéndome, como si eso no le importase, lo cual me hizo comenzar a dudar de la seriedad del trabajo- ¿está usted trabajando actualmente? ¿Que día tiene libre para una entrevista?
-Los lunes y los martes, pero me gustaría saber…
-Muy bien señor Torino, -me cortó nuevamente-¿puede venir hoy mismo? Estamos en Paseo de Gracia 224, 4to  23, en dónde está la Galería de los Anticuarios. ¿En dónde reside usted?
-¿Hoy…mismo? pero…vivo en Garraf, a 20 km de Barcelona, pero me gustaría saber de que se trata antes de ir, si no es mucha molestia
-¿Acaso tiene algo mejor que hacer?-me dijo con una naturalidad que logró exasperarme e ignorando mi pregunta.
Comenzaba a alterarme y consideré seriamente el cortarle sin ningún tipo de reparos pero me contuve.
-¿A que hora, y por quien debo preguntar?
-Por Markus Vandoff, y puede venir a la hora que quiera, estaremos esperándole y no se preocupe, no se arrepentirá. Adiós. Buenos días.
Me quedé congelado con el móvil pegado a mi oreja durante varios segundos. Odiaba que me cortasen y ese Markus Vandoff lo había hecho. Los tiempos de crisis que estábamos viviendo nos hacía más sumisos a quienes buscábamos empleo y más cabrones a quienes nos lo ofrecían, como si a estos últimos les debiéramos una inmerecida devoción casi religiosa .
Me dije que no valía la pena ir y que bien podría ir a tumbarme en la playa con un libro y disfrutar de mi día libre como más me agradaba. Casi sin darme cuenta me estaba vistiendo para ir a una entrevista que nada prometía. Evidentemente esa atracción que siempre había tenido por lo extraño era lo único que me impulsaba a presentarme allí.
Más por satisfacer mi curiosidad que por otro motivo (razones coherentes no vislumbraba ninguna) me encontré atravesando la Galería de los Anticuarios en dirección al portal que Markus Vandoff me había indicado. Antes de llegar a los elevadores que me conducían a la oficina me entretuve mirando algunas de las maravillas que tenían en aquellos locales. Algo entremezcladas se podían ver cerámicas  etruscas con collares egipcios y anillos persas. Mi pasión por lo antiguo me hacía sentirme atraído por aquellas milenarias piezas y lamentar también el hecho de que permanecerían allí hasta que alguien de abultada cuenta pudiese pagar por ellas, pasando así a formar parte de una exquisita colección privada que sólo un par de ojos disfrutaría. Recordé que mi hermano tenía un par de objetos que había encontrado en el norte de Argentina, una pipa de cerámica que terminaba en su cazoleta formando la cabeza de un perro salvaje, o de un zorro y un “puco”, una tapa que pertenecía a una urna funeraria. Aquellas obras de arte me asombraban por la función que cumplirían  y por su antigüedad, y a menudo le preguntaba a mi hermano, medio en broma, medio en serio; que cuanto podían valer y porqué no las vendía. Con la conciencia de un buen arqueólogo él me respondía que eso no se le ocurriría jamás. Luego de unos años donó aquellas piezas a un museo, sintiendo que cumplía así su deber.
De todas las piezas que había en aquél local una estatuilla pequeña y trabajada en una piedra gris fue la que más me atrajo la atención. Aunque sabía más o menos de que se trataba entré en la tienda para satisfacer mi curiosidad o quizás para tener aquella figura algo más cerca de mí. Preguntándole sobre su origen a la dependienta (que resultó ser la dueña y arqueóloga de profesión) me dijo que era “de Siria” a lo que yo respondí con una afirmación que denotaba su error y evidenciaba mi conocimiento.
-¿Ah, es Asiria? –le digo refiriéndome a que lo que importaba era la cultura a la que pertenecía más que el sitio en dónde se había hallado.
-De siria, de siria - me respondió con una sonrisa y sin entender mi pregunta.
Le pregunté el precio de la pieza con una leve esperanza de que éste estuviera en consonancia con el desconocimiento que de la misma se tenía, pero las cinco cifras que me dio arrojaron mis ansias de verla adornando mi mesita de luz al frío mármol de la tienda.
Seguí mi recorrido en dirección a las oficinas pensando en aquella estatuilla orante que bien podía tener más de tres mil años y a la que alguna vez alguien se dirigió con respeto y devoción y que ahora permanecía en la vitrina de una tienda de antigüedades a la espera de que alguien se la llevara a otra vitrina, ya lejos de la mirada de conocedores o de ignorantes. 
Aclaro mi voz y presiono el timbre de la oficina en dónde tenía la cita. Al cabo de unos breves segundos un hombre alto y de mirada profunda me abre la puerta. Me ofrece su mano a la que noto demasiado suave al tacto para el aspecto seco y duro que tenía su rostro y me da unos formales buenos días. A una indicación suya lo sigo por un corto pasillo hasta un pequeño despacho en dónde había un escritorio con dos sillas y me indica que me siente. Me asombró que no me preguntase quien era y más aún que no hubiese nadie más esperando para ser entrevistado, algo que en aquellos tiempos que corrían parecía algo poco común. Me sonríe y me indica que aguarde un minuto mientras se dirige a un despacho contiguo cerrando la puerta tras de sí. Escucho un ruido que parecía ser de papeleo y  a dos personas hablando en voz muy baja, aunque no pude entender nada de lo que decían. Invertí unos segundos en pasear mi mirada alrededor mío para analizar el terreno, algo que acostumbraba hacer en situaciones similares para conocer la naturaleza  de lo que iba a tratar. Si albergaba alguna esperanza aún de que ese trabajo resultase ser algo serio ya la había perdido, el despacho en el que estaba se hallaba completamente vacío, salvo por unos muebles desperdigados por uno y otro lado que hasta daban la sensación de carecer de funcionalidad alguna. En el escritorio sólo había unos papeles impresos de una sola cara (la visible estaba en blanco), un teléfono fijo, un libro y un portátil. Siempre que un libro se cruza en mi camino lo miro para saber de que trata, en este caso el ejemplar sólo me mostraba su contratapa, totalmente lisa y sin notas y su costado libre de encuadernación. Iba a estirar mi mano para girarlo pero como no sabía de cuanto tiempo disponía antes de que el tal Markus Vandoff me sometiera a interrogatorio (en eso se habían convertido las entrevistas) desvié mis dedos hacia las hojas que estaban boca abajo las y doblé hacia arriba por uno de sus extremos para ver que escondían.
Nunca supe que decía allí, pero estaban escritas a mano en unos caracteres que no alcancé a entender. Escuché el sonido del picaporte de la puerta del despacho contiguo al girar y solté rápidamente las hojas.
Markus Vandoff se acercó con su sonrisa seca dibujada en un rostro que parecía inexpugnable. Mientras me pedía disculpas por el retraso y se sentaba delante de mí me dirigió una mirada la cual si no hubiese estado tan seguro de la inexistencia de seres con poderes imposibles creería que era de rayos-x, porque sentí como si me analizara por completo.
Por fin comenzó a hablar y durante la charla me sentí bastante relajado y fui ganando confianza. Me preguntó que cuando y porqué había decidido emigrar a españa, de que había trabajado durante esos años y que perspectiva tenía de futuro.
Me preguntó también acerca de mis incursiones en la literatura y la escritura. Hablando de temas que me agradaban dejé de caer en la cuenta del extraño aspecto y de la actitud de mi interlocutor.  Vestía un traje cruzado de color gris plomo con solapas que casi le rozaban los hombros, una camisa celeste con cuello blanco y una corbata roja con rayas azules y blancas. Su rostro era atemporal, no podía darle una edad sin temor a equivocarme ya que bien podía estar entre los 40 y los 50. Un prolijísimo peinado hacia atrás y unos bigotillos finitos me recordaban más a un cantante de tangos de los años 40´ que a Clark Gable. Tenía el acento característico de aquellas personas que hablan muchos idiomas y evidencian un poco de aquí y un poco de allá. En un segundo plano y algo borrosa, detrás de Vandoff, veía una imagen colgada de la pared que me hizo desviar la atención, cosa que mi interlocutor notó aunque no pareció molestarle. Se detuvo y me señaló hacia el cuadro que tenía detrás
-¿Lo conoce? –me dijo con un tono que parecía no aceptar una respuesta negativa..
-Mhhh, si y no –le contesto con temor a equivocarme- Parece una imagen ampliada de un sello sumerio o asirio (en ese momento no pude evitar el recordar la estatuilla que había visto antes de entrar a la entrevista) Representa a un dios que bien puede ser Enki otorgándole una tablilla a un hombre, que parece ser un rey. Nunca la había visto.
-Pues si –dijo con un asombro algo fingido- es Enki otorgándole el don de la escritura  a los hombres y no me extraña que no la haya visto, esa pieza no la encontrará en ningún museo.
Transcurrieron unos segundos en los que nos quedamos mirando sin articular palabra. Sentí otra vez aquella extraña mirada que parecía sondearme…Vandoff siguió contándome a que se dedicaba la empresa y de cual sería mi función en ella.
-Somos una Editorial dedicada, en mayor medida, a resurgir grandes obras olvidadas y a la búsqueda de otras nuevas y particulares. Aquí en españa no somos muy conocidos y en otros países del mundo sólo en sectores muy selectos de la sociedad se sabe de nuestra existencia. Con ello quiero decirle que tenemos pocos pero muy buenos y fieles clientes- hizo una breve pausa y sacó de un cajón un estuche de piel y una pipa y me  -- se preguntó si le molestaba que fumase, le dije que no y mucho menos aún si era una pipa.  Con una media sonrisa comenzó a extraer el tabaco de un viejo estuche de piel y a acomodarlo dentro de la cazoleta de la pipa. No hizo falta que ardiera para que me diese cuenta de que era Latakia. Mientras acomodaba el tabaco prosiguió – Sr. Torino, se preguntará usted en dónde encaja en nuestra empresa, pues actualmente necesitamos una persona para españa para nuestro departamento de análisis de obras y para la búsqueda de ejemplares. Editamos una revista en la cual participan escritores, comentaristas de diferentes rincones del planeta. No podrá encontrarla en librerías ni kioskos ya que nuestra clientela es más bien seleccionada por nosotros. Es como si estuviésemos hablando de la revista de un club en el cual los socios participan activamente en su construcción y se comunican entre sí a través de ella. Se estará preguntando cual sería su papel –se inclinó hacia delante, encendió la pipa y entre las primeras volutas de humo prosiguió-pues en principio sólo le enviaremos obras para que analice y nos envié una opinión, algunas serán quizás inéditas para usted, otras probablemente ya hayan pasado por su biblioteca. No deberá preocuparse por un lugar físico de trabajo, nos es suficiente con que disponga de acceso a internet con cierta frecuencia para recibir nuestras indicaciones relativas al  próximo trabajo a realizar.
¿Que le parece entonces el trabajo, le resulta interesante?
Hubo un silencio de tan sólo unos segundos en los que mi mirada se posó en un par de lugares estratégicos dentro de aquella oficina. La considerable pila de hojas que estaba a la derecha de Vandoff y que él rozaba distraídamente con su índice, parecían ser currículums. De la oficina de al lado me llegaba, muy tenue, lo que parecía ser el sonido de una pluma al surcar el papel.
-Por lo que usted me está comentando entiendo que no tendré la presión de un horario ni la necesidad se concurrir a un lugar físico para desempeñar mi trabajo…
-Sobre lo primero tiene usted razón, ahora sobre lo segundo…no tendrá que concurrir a una oficina, es cierto, pero sí se verá obligado a desplazarse. La búsqueda de ciertos ejemplares, eso sí, le exigirá cierta movilidad. ¿tiene usted la posibilidad de viajar dentro y fuera del país?.
-Si –conteste algo emocionado, ya que esa posibilidad, tan tentadora para mí, era algo que no me lo esperaba.
-Pues muy bien- me atajó Vandoff mientras el humo del Latakia llenaba ya la estancia con su fuerte aroma- debo considerar entonces esa repuesta como un si definitivo, ¿puede unirse ya mañana a nosotros?
-Me parece más que interesante lo que me ha comentado y es más, le mentiría si le dijera que no es el trabajo que he estado esperando, pero necesito darle a la empresa en la que me hallo los días de preaviso correspondientes, además aún no hemos hablado del sueldo…-dije intentando no evidenciar la sombra de desconfianza que veía cernirse sobre mí. El trabajo me resultaba de lo más tentador, pero la poca información que tenía sobre el mismo y la facilidad con la que me estaban contratando no me hacían más que poner en duda la seriedad de la empresa, y no estaba para correr ningún tipo de riesgos.
Vandoff acomodó un poco el tabaco en la cazoleta y pasó a explicarme el tema del sueldo (el cual me pareció más que aceptable) y de los viajes y me dijo que podían esperar hasta la semana que viene para que me incorporara, pero no más.
Dando por finalizada la extraña entrevista, le dije que necesitaba un día al menos para pensarlo y que me pondría en contacto con él. Nos levantamos para estrechar las manos y me indicó que aguardase un segundo, el cual invirtió para acercarse a la puerta que comunicaba con el despacho en dónde Marcus Vandoff se había encerrado al parecer a hablar con alguien. Golpeó con su nudillo de revés sobre la puerta  y ésta no tardó en abrirse.
Un golpe seco sobre el parquet de madera, un golpe cada dos pasos. Alguien que se ayudaba para andar con un bastón asomó lentamente por el umbral de la puerta. Un anciano de sienes muy plateadas y de barba muy blanca y cuidada se me acercó sonriendo. Un complejísimo mapa de arrugas se dibujaba en su rostro y se hacía difícil determinar en dónde empezaban y en dónde finalizaban. No dijo ni una palabra. Sin dejar de sonreír se acercó hasta el escritorio frente al cual me hallaba sentado, movió unos papeles, sacó el libro que antes, infructuosamente, había intentado identificar; cogió un sobre y luego de meterlo dentro me lo ofreció en silencio.
En ese momento reparé en sus ojos, que detrás de unas antiquísimas gafas con montura de cobre brillaban con una intensidad inusual para un hombre de aquella edad. Atiné apenas a esgrimir un agradecimiento teñido de curiosidad e inocultable asombro y me quedé con mi mano derecha extendida, la cual el anciano buscó para estrechar con una firmeza  jovial al mismo tiempo que me decía: Vandoff, Marcus Vandoff – y a la vez que me señalaba con un gesto el sobre que me había dado agregó- para que lea un poco mientras se lo piensa. Quise responderle, pero como no supe que decirle o todo aquello que en ese instante me vino a la mente no me pareció apropiado me quedé mirándolo en silencio, sintiéndome a la vez como un tonto por haber pensado que quien me había hecho la entrevista no era quien yo creía. Algo extraño, si, me dije; pero que más daba.
Mientras el anciano se dirigía al despacho por el cual había salido lo miro a mi entrevistador y le pregunto cual era su nombre, a la vez que me despedía prometiéndole contactarme con él a la brevedad.
-Puede llamarme Alejandro – me dijo sonriendo a la vez que estrechaba mi mano. Y me acompañó hacia la puerta diciéndome que tenía otras personas que entrevistar (lo cual, por alguna razón, quizás por la tranquilidad con la que se había tomado la entrevista o por el hecho de que no había nadie más esperando allí me costó creer) y recordándome que esperaría mi llamada.
Me fui de allí sintiéndome algo tonto pero con el ánimo en indudable alza. Había muchas cosas realmente importantes que en una entrevista era mejor preguntar y a mí se me habían pasado, pero también me sentía extrañamente renovado ya que el hecho de sentirme partícipe de situaciones extrañas y con cierto tinte que las acercasen a lo místico me resultaba atractivo. Caminé varios minutos sin un rumbo fijo mientras valoraba la oferta que me habían hecho. Decidí que lo mejor era irme a casa y bajar un rato a la playa a pensar acerca de mi futuro, al cual veía tan incierto.
Cuando llego a casa y dejo las cosas con las que cargaba en el cuarto reparo recién en el sobre que me habían dado. Iba a abrirlo pero decidí llevármelo a la playa para leerlo allí (o no leerlo).Me alisté con todos mis enseres playeros y a los pocos minutos ya estaba pisando la bendita arena. Como ya había prolongado el misterio más de la cuenta abrí el sobre y liberé su contenido. No era un libro grande, si no más bien pequeño. Estaba encuadernado en una tela del color de la arena y no aparecía título alguno en su tapa, me pregunté por su antigüedad, ya que parecía tener más de cuarenta años. Me extrañó no encontrar ni reseñas del copyright, ni fechas ni lugares de impresión, Sólo un pequeño sello en el margen inferior derecho. Las primeras letras que ví pertenecían una dedicatoria: “Para ti, cuando llegue el momento”. No supe porqué pero una sensación de deja vu me invadió en aquél momento, no se si fue por las palabras o por el trazo que hacía ya mucho tiempo había dibujado una pluma. Un libro usado no genera las mismas sensaciones que uno nuevo. Páginas que ya han sido acariciadas por quien sabe cuales y cuantas manos. Palabras que han emocionado (o han dejado indiferentes) a otras almas. Tan sólo una simple dedicatoria puede encerrar en unas pocas letras una historia. Algo en el trazo que había esbozado una pluma hacía treinta o cuarenta años atrás me sedujo reteniéndome más de la cuenta. No había título alguno, ni señales de que faltara ninguna hoja. ¿Un libro sin título? Imposible, seguramente sería un error de impresión.
No serían más que unas doscientas páginas, pero me las devoré en una tarde. Cuando un inesperado final me encontró, inmóvil y silente, una lágrima cayó en la última hoja y el sol ya se estaba escondiendo detrás de las montañas.
Me quedé tumbado en la arena mirando hacia el cielo, seleccionando de entre todos los sonidos que trae el verano sólo el del mar. Aquel libro sin título que hablaba de un hombre de mar (en una época incierta y en un lugar de ficción) casi inmortal en su magia  y sabiduría, que legaba a su hijo su espíritu de viento y sal, me transportó sin permiso alguno a mi juventud más temprana. A un lejano pueblo de la costa atlántica de Buenos Aires al que la distancia sólo consiguió agigantar y mistificar en el recuerdo. Esa impronta siempre cálida y mágica que deja en los mortales el lugar en dónde se vivieron los mejores momentos de la niñez.
¿Quién había sido el autor de ese libro sin título? ¿Por qué aquél hombre que resultó ser Markus Vandoff, con toda naturalidad y sin un sentido aparente me lo había dado?
Podía quedarme horas intentando entender la inextricable red de causalidades y casualidades, algunas realmente increíbles, mágicas, otras más terrenales pero no por ello fácilmente explicables que era nuestro destino. Si no hubiese estado tumbado en la arena sino parado en ella y hubiese mirado hacia abajo en ese momento (y en tantos otros de mi vida) me hubiera encontrado con que estaba a varios metros del suelo.
Intenté razonar con mi yo más atrevido e incoherente, ese que toma las decisiones guiándose más por su corazón turboalimentado de fantasías que por la razón, pero no tuve demasiado éxito. Si tenía alguna inseguridad con respecto a ese trabajo, ésta se había disipado ante la avalancha de sensaciones que experimenté al leer ese inesperado libro, no porque su prosa fuese incomparable ni la idea difícilmente repetible, sino porque había algo en él que lo hacía muy cercano a mi, un mensaje impregnado de sal ante el cual no podía permanecer indiferente. Aquél autor sin nombre realmente sentía el mar como algo vital e imprescindible, casi como una entidad con un espíritu todopoderoso. Recordé interminables noches frente al mar riendo penas y llorando alegrías, teniéndolo como confesor único y lícito, demasiado ya para un alma atea como la mía. El responsable inicial por esa pasión que había en mí por el mar había sido mi padre. Los años habían pasado y mi padre ya hacía tiempo que no estaba, pero hay enseñanzas que bucean hasta lo más profundo de nuestro ser para quedarse allí para siempre. No se van, pero tampoco las dejaríamos ir. Tan sólo van sepultándose hasta quedar en estado latente debajo de infinitas capas de aparente madurez.
Me levanté sacudiéndome lentamente la arena, como si me quitase poco a poco muchos de mis treinta y nueve años de encima.
Cogí el teléfono, miré las últimas llamadas y encontré la que buscaba. Mi pulgar se posó en la tecla de llamada pero mi vieja razón me detuvo. “Podrías consultarlo antes, pedir opiniones…no es bueno tomar decisiones tan importantes de manera precitada”. Mi recuperada naturaleza de soñador (al menos momentáneamente) se rió de mi razón y le dio un empuje al dubitativo pulgar.
-¿Si?
-¿Sr…Alejandro? (o Markus Vandoff, o como coño se llamase) Lo llamaba por…
-Vaya…no ha pasado ni un día y ya nos ha llamado. Si es para decirnos que no acepta el trabajo se lo agradecemos, ya que hoy en día nadie tiene esa deferencia  -dijo Alejandro en un tono que se me antojó algo burlón.
-No era precisamente para eso, sino todo lo contrario. Llamaba para decirle que estoy realmente interesado en el trabajo aunque me gustaría mantener una segunda charla con usted o con el señor Vandoff para aclarar algunos puntos.
-Mhhh. Cuando se refiere a “aclarar puntos” debo entender que tiene dudas que son como manchas a las cuales desea quitar, ¿o es que sus dudas son velos que cubren la verdad  a la cual desea alcanzar?-sonó nuevamente y más burlona aún la voz de Alejandro.
En ese momento, muchas imágenes sin sentido irrumpieron en mi mente, entre ellas se me aparecía una chica guapísima anunciando un todopoderoso quitamanchas. Sacudí levemente mi cabeza como para alejar la estupidez e intenté responder con simpleza y cordura a una pregunta tan delirante e inadecuadamente metafísica.
-Creo que de momento, o al menos con lo relativo a este trabajo, porque a esto me refiero –recalqué – no se trata ni de manchas ni de verdades veladas (eso espero, pensé) sino que necesito hacerle simplemente un par de preguntas importantes, ¿cuando podemos quedar?.
-Hoy mismo –me dice con total naturalidad y sin pensárselo el extraño entrevistador.
Miro el reloj y veo que ya eran las ocho y media de la noche. Le recuerdo a Alejandro la hora que era y que si volvía a Barcelona ya sería muy tarde y que bien podríamos dejarlo para mañana,  A lo que me respondió que para cenar no era tarde y que bien podíamos hablar de trabajo, y más a gusto, en un restaurante y no en un desabrido despacho. Me citó en un cruce de calles del barrio de Gracia que no recuerdo y cuando llegué, forzadamente puntual, Alejandro ya estaba allí.
Si bien no vestía con americana su estilo era muy formal, hasta anticuado, y con una prolijidad que me pareció imposible de lograr. Llevaba un viejo maletín de piel. Yo traía conmigo el libro. Me preguntó si mis preferencias gastronómicas eran muy acotadas e inflexibles y le respondí que exceptuando los gusanos gordos que comen en Mbele Katanga, el resto del universo era perfecta y agradablemente comestible para mí.
-Es aquí – me dijo después de andar unas pocas calles. Miré la fachada del lugar buscando el nombre de aquél sitio. “Nimhah”, leí, y más abajo decía “la cocina más antigua del mundo”. Nos sentaron en una mesa que nos tenían reservada y nos dieron las cartas. Noté que el muchacho que nos acompañó trataba a Alejandro con un respeto nada fingido, como si tratase con un personaje muy importante. Alejandro me preguntó si el lugar me agradaba y me recomendó que leyera las primeras hojas de la carta. Allí explicaba, brevemente, como se había gestado la idea de abrir un restaurante que respetara las más antiguas recetas de cocina del mundo mesopotámico. Mientras me hallaba absorbido por aquél menú de aires milenarios mi acompañante se levantó con la excusa de que se dirigía al lavabo. Intercambió unas palabras con alguien que parecía ser el dueño o el jefe del restaurante. Creí escuchar unas palabras en griego en la breve charla que mantuvieron y noté que en más de una ocasión el del restaurante me miraba disimuladamente de reojo.  A los pocos minutos ya estaba sentado delante de mí analizando la carta. Me recomendó un menú especial a compartir cuyo nombre me hizo reír. El “menú Assurbanípal” era una especie de homenaje a los exuberantes banquetes que se hacían en el palacio del mítico rey Asirio.  Al final Alejandro resultó ser (como la imagen del bajorrelieve que tenía en su oficina me hizo suponer) un entusiasta estudioso de la cultura de oriente próximo antiguo, por lo cual ya comenzó a caerme bien. Me dijo que en realidad era de origen griego, de la pequeña y remota isla de Kárpathos, por lo que su nombre en verdad era Aléksandros y no el latinizado Alejandro. Tuve curiosidad por saber algo más de su vida, pero supo evadir mis intentos con gran soltura y centrar la conversación en lo que en verdad le interesaba (y me interesaba) acerca de mi persona, de mis trabajos, y mi opinión acerca de unas u otras cuestiones de índole tan disímil como el acelerador de partículas y la aplicación de los textos sagrados a la práctica religiosa. Me sentí extrañamente ignorado en algunos aspectos tan importantes como cuando hablaba de mi experiencia laboral y en cambio atentamente escuchado cuando expresaba mi opinión acerca de temas a los que él mismo me iba guiando, pero que no podían o parecían tener, en relación al trabajo, demasiada trascendencia. Jamás había pasado por una entrevista laboral tan extraña.
El menú resultó ser realmente un instructivo (y babeante) paseo por el medio oriente de hacía tres mil años, varios panecillos alegóricos con las más diversas formas de animales o personajes acompañaban gran variedad de carnes  perfectamente condimentadas con especias como el cilantro o la menta. Aquella degustación trajo a mi memoria un interesante libro de Jean Botteró dedicado a la cocina de la mesopotamia y ideado a raíz del estudio de unas tablillas escritas en sumerio y babilónico que hacía tiempo que estaban archivadas (mas bien olvidadas) y sin analizar en la Universidad de Yale.  Aléksandros, que casualmente (o no tanto, para un amante del oriente próximo antiguo) también había leído aquella obra me confió, en un gracioso tono de secreto, que las llamadas “tablillas de Yale” habían sido la principal fuente de inspiración del propietario del restaurante en dónde estábamos sentados. Celebré su idea por considerarla un gran aporte a la memoria gastronómica y Aléksandros compartió mi parecer mientras centraba parte de su atención en una tortita de carne con menta. Luego volvió a dirigir la conversación por el rumbo correcto.
-Pues precisamente gran parte de tu labor, Ricardo, consistirá en “desempolvar” obras de autores desconocidos, de talentos olvidados, negados o ignorados. Tu trabajo será algunas veces como el del arqueólogo, no se si me sigues…
-Si, si, perfectamente – dije intentando disimular una emoción que suponía traslucida en mis ojos, y Aléksandros prosiguió:
- Pues otra de tus funciones será, y quizás sea ésta la parte más tediosa, el analizar obras viejas y nuevas. Tus comentarios serán publicados en su momento en una sección de nuestra revista de la cual te he traído un ejemplar –cogió su maletín de piel y extrajo de él, como rescatándola de un montón de papeles, una revista con una densidad de impresión bastante considerable. Notó que no le sería fácil desplegarla entre tantos platos y me la pasó por sobre ellos y prosiguió: puedes quedártela, es para que te vayas familiarizando con ella y viendo como está estructurada. Verás que en este ejemplar hay un espacio dedicado al análisis de obras, función que como ya te he explicado, pasaría, en caso de que aceptes, eso está claro…a ser desempeñada por ti.
-O sea que pasaría a ser otro de los columnistas –le interrumpí.
-No exactamente, en realidad sólo hay uno. O había. Albert Seagram, de que podrás leer algo en este ejemplar. El era quien se encargaba de esta sección hasta hace unos meses, pero ya nos ha abandonado. Le recomiendo que lea uno de sus trabajos así se “empapa” de su estilo, no para que lo imite, sino para que entienda cual es el espíritu de nuestra revista y como nos implicamos quienes trabajamos en ella.
-Entiendo, él se ha ido y yo pasaría a ocupar su puesto, ¿verdad?
-Bueno, en realidad se ha muerto –bajó su mirada y se quedó unos segundos mirando la cestita que tenía el pan de pita-  si, era muy bueno en lo suyo. Lo echaremos en falta, todos.
El camarero se llevó los platos vacíos y nos trajo la carta de los postres, a la que después de efectuar una rápida aunque juiciosa valoración hice honor eligiendo lo más selecto de la misma. Consideré el hacer un comentario respecto a la muerte de mi antecesor pero para decir una tontería preferí callar. Aléksandros dejó un margen de unos segundos y anticipándose a mis preguntas me informó sobre todo aquello que hubiera querido saber y más aún. Sólo me quedaba una duda. ¿Por qué me habían elegido a mí? No es que no valiese para el puesto, pero tenía la extraña sensación  de que me lo estaban reservando. Mi vida estaba salpicada de experiencias surrealistas y de casualidades que rozaban lo imposible. Desde el momento en que vi aquél anuncio todo lo que en consecuencia había sucedido era tan extraño que no sabía en verdad como tomarlo. La primer entrevista, tan atípica, y el libro que ese tal Vandoff me había dado y que parecía expresamente seleccionado por alguien que me conocía a al perfección, e ideado para tocar mi fibra más sensible;  y esta última entrevista, de la cual ya entreveía el resultado final. Todos estos acontecimientos más que simples casualidades parecían sutiles movimientos hechos por una mano maestra. Pero al fin y al cabo eso era nuestra existencia, un aparente juego de ajedrez en el cual unos aburridos dioses nos movían por el tablero de la vida.
Aléksandros chasqueó los dedos delante de mío y luego bajó su índice en dirección a un pastelito de frutos secos que reclamaba mi atención.
-El pastelillo puede esperar, pero el café frío no sienta muy bien –me dijo con una sonrisa y continuó: -Y bien, ahora que ha vuelto supongo que será con buenas noticias-  estiró su mano por sobre la mesa y con una sonrisa que le dejó el bigotillo totalmente recto acompañó su gesto con una última y comprometedora palabra: - ¿Acepta?
Estreché su mano, sin saber que a partir de ese momento mi vida cambiaría radicalmente. Para siempre.

Mis últimos días en el restaurante fueron quizás los más provechosos en un año y medio, ya que en ellos pude ver no sólo todos los puntos oscuros que aquél trabajo tenía para mí (que conocía a la perfección) sino todos los positivos, que siempre habían permanecido a la sombra de los otros. Mi energía, mi alegría y hasta mi predisposición para con el trabajo habían aumentado considerablemente. Como si supiese que al estar más cerca de la meta podía apretar con confianza el acelerador.
Logré reservarme un par de días libres antes de comenzar en mi nuevo trabajo. En realidad y tal cual me lo habían expuesto tendría una total libertad ya que no me vería apremiado por horarios ni obligado a diarios desplazamientos, pero necesitaba unos días libres de cuerpo, mente y espíritu. Elegí Calella de Palafrugell como santuario por tres días. Sólo me llevé mi cuaderno de notas y de ropa poco más que lo puesto. Eso si, mi bañador jamás me lo olvidaría, así como todos los accesorios de buceo y natación. Nadar en esas aguas tan cristalinas y sentir como mis pulmones se llenaban del aroma de los pinos y de aire marino al mismo tiempo me producían un placer difícilmente igualable. El camino costero entre Callella y el vecino pueblo de Llafranc, era un paseo inevitablemente obligado si se visitaba esa zona de la costa brava. A pesar de haber visitado esos hermosos rincones embarazados de verde y azul sólo un par de veces, mi alma, alguna vez borracha de besos y caricias había quedado vagando por esos senderos y aún había una impronta grabada en aquél banco de madera en el que me senté a contemplar el mar. Con mis dedos y mis ojos recorrí su rugosa superficie hasta que lo encontré. Un corazón aún nítido entre otros tantos. Me reí del destino y de cómo el amor puede seguir viviendo en la madera, tan cálido, cuando en el corazón, tan frío, ya no hay huella alguna.
No tuve demasiado tiempo para pensar en el amor (o en el desamor). Mi móvil comenzó a sonar y no pude evitar el soltar una carcajada. No se cual sería mi estado de ánimo el día en  el que decidí poner “Love is in the air” como tono de llamada, pero en aquél momento me resultaba de lo más irónico. Era Aléksandros. Me pidió disculpas por molestarme en lo que se suponía eran mis vacaciones, pero que cuanto antes pudiésemos quedar para la firma del contrato, mejor sería para mí. Además ya tenía una obra para analizar y otra para buscar. Ya había trabajo para hacer.
Me quedé con la mirada perdida en el paisaje, pensativo. Me sentía algo inquieto e inseguro y me preguntaba si sería capaz de estar a la altura de mi nuevo trabajo. Era mi única y justificada preocupación, por lo demás, respiraba una libertad que hacía tiempo que no experimentaba.
Abrí mi mochila y extraje el ejemplar de la revista que Aléksandros  me había dejado. Una edición impresa en papel de gran calidad y con un diseño discreto pero muy elegante, hasta exclusivo. Intenté a través de ella llegar a conocer un poco de la empresa pero no encontré ni un solo dato o referencia relativos a la editorial, ni siquiera un número o mail de contacto. Comencé a pasar sus páginas cada vez con más interés mientras me comía un bocadillo de jamón. De tanto en tanto realizaba una pausa para tragar y respirar el aroma de los pinos o fijar mi mirada en algún punto impreciso del horizonte. Biografías de escritores, curiosidades, poemas y cuentos de escritores para mí desconocidos pero de gran calidad o una nota sobre la guerra de Irak y las piezas “desaparecidas” del Museo de Bagdad eran algunos de los muchos (todos interesantes) artículos de aquella revista. Por fin llegué a la sección en la cual yo participaría. La obra analizada era “Calles oscuras, baldosas flojas” de Takeshi Nagato, el autor nipón de más éxito del momento. El análisis era tan profundo e inteligente que por momentos me recordó a Borges, aunque con un estilo propio muy particular. Había cierta delicadeza, una dosis de elegancia y refinamiento en su escritura que me hicieron recordar, no supe porqué, a un libro de Simone de Beauvoir que había leído a los quince años, “Todos los hombres son mortales”. Cuando elegí aquél ejemplar de la nutrida biblioteca de casa no tenía ni idea de si el autor era hombre o mujer (en aquél momento su nombre no me dijo demasiado) pero había algo en su narrativa que no me dejaba lugar a dudas con respecto a su sexo. Algo parecido me pasaba al leer a Albert Seagram. Nombre que de cualquier modo quizás no era más que un seudónimo. Mientras miraba el mar y nadaba (aún sin ahogarme) en mis cavilaciones, otro aroma, que no era el de los pinos ni el del mar, se interpuso entre éstos con una fuerza arrolladora. Como no veía a nadie al lado mío me giré hacia atrás y tan sólo vi a una pareja de extranjeros que caminaba en una dirección y a una chica que iba en sentido contrario. No pude ver los rostros ni de unos ni de otros, pero me quedé colgado con el andar de aquella mujer, con su paso ágil y elástico. No podía saber si aquél perfume tan extraño (mi memoria olfativa no lo registraba) era de los turistas o de la chica, pero preferí creer que era de ésta última. La seguí con la mirada hasta que con una curva (otra, que no le pertenecía) el camino la ocultó de mi vista.
Dos días después ya me encontraba nuevamente en la oficina de…Books. Aléksandros me dio dos sobres, uno con la obra que debía comentar y uno más pequeño con los datos de la que debía hallar. Se excusó sobre la metodología y me dijo que para asuntos de cierta importancia no confiaba en las nuevas tecnologías. El libro que debía comentar llevaba el curioso título de “Cocinando con los Lambianos” y narraba las peripecias de un cocinero que por alguna inexplicable razón iba a dar con su persona y sus artes a un remoto planeta de nuestra Vía Láctea, y deleitaba a los locales con increíbles creaciones basadas en las riquezas de su extraordinaria y variopinta tierra. Me asombró que la obra que debía buscar no me era para nada desconocida. Se trataba de “Las Aventuras de Rocambole” de Pierre Alexis Ponson Du Terrail. Aquél libro de aventuras había ocupado un sitio especial en mi niñez y me llegué a ver realmente transportado al París del siglo XIX, en dónde en cada esquina acechaba un peligro o un gran misterio. La historia del criminal que se redimía y se convertía en héroe me fascinaba. La edición que debía buscar era de 1886 y estaba impreso en París por J. Rouff Et C, Editeurs, de la Rue Cloitre-Saint Honoré, nro. 14 y estaba dividida en cuatro tomos. “Les Exploits de Rocambole ou les drames de París”era el título original de aquella obra. Comencé mi búsqueda intentando contactar con la editorial, pero me encontré con que la misma, luego de cien años de funcionamiento, había cerrado sus puertas en 1982.  Me dirigí entonces al barrio gótico de Barcelona,  a la librería de la calle Canuda. Uno de los mayores placeres que podía experimentar al entrar en un lugar así era cuando mis fosas nasales se dilataban para deleitarse con el incomparable aroma que sólo los viejos libros podían tener. Dediqué un buen tiempo a hurgar entre los clásicos franceses y sólo encontré un par de ediciones de Rocambole pero que no se correspondían con la que yo buscaba. Le pregunté a uno de los responsables de allí y me llevó a una sección en dónde guardaban los libros más viejos, pero me advirtió que no debía guardar esperanza alguna de encontrar lo que buscaba. En efecto, no había ningún ejemplar de Las Aventuras de Rocambole allí. Le pregunté a aquél octogenario librero en dónde podía hallar lo que buscaba.  Me sonrió, meneó su blanca cabeza hacia uno y otro lado y me dijo: -Como no te vayas a París a buscarlo, lo veo difícil muchacho.
Y tenía razón. Aléksandros me había dicho claramente que tenía total libertad, con previa aprobación, para ir a dónde fuese necesario a buscar la obra que me encargasen. Si tenía oportunidad de encontrarla en algún lado, era en París.
Le envié un correo a Aléksandros que a los pocos minutos me contestó aprobándome el viaje y diciéndome que le detallara todos los datos acerca del vuelo y de mi estancia en la Ciudad Luz.
Por unas u otras circunstancias de la vida no había viajado demasiado y París era uno de aquellos lugares que ocupaban un sitio preferencial en mi siempre postergada agenda de visitas. A través del cristal del Roissy Bus que me traía desde el aeropuerto pude ir descubriendo, a rápidas pinceladas, una ciudad que me resultó increíblemente familiar. Quizás la herencia arquitectónica y cultural que Buenos Aires había recibido de ella   y que hablaba de aquél pasado de esplendor que mi ciudad de nacimiento había tenido, hicieron que me sintiera casi como en casa.
Me hospedé en la zona de Notre Dame, no muy lejos de la mítica catedral, en un hotel de la Rue de la Seine. Después de ducharme me preparé para salir a dar un paseo nocturno por los alrededores y alegrar a mi quejoso estómago con unas crepes.  Doblé a la izquierda en la Rue Saint André Des Arts y me encontré con multitud de pintorescos cafés en dónde bullía la vida social de la ciudad. Luego de andar unos metros comencé a divisar las primeras librerías. No había elegido por cualquier razón aquél barrio, sino por el único motivo de que allí se hallaban las más importantes librerías de incunables. Afortunadamente aún pude encontrar abiertas algunas de ellas y me perdí entre esos laberintos de papel, porque en verdad lo eran. Tan atiborradas estaban de viejos y maravillosos volúmenes que en casi todas ellas había columnas de papel que hasta dificultaban el tránsito por esos locales. Ejemplares de Rocambole encontré, y muchos. Pero ninguno se correspondía con la edición que buscaba. Mi básico francés me resultó suficiente como para enterarme de que bien podía abandonar la búsqueda, porque de los experimentados dependientes que me atendieron en aquellas tiendas, ninguno de ellos había visto jamás un ejemplar de aquél año.
Como sin lugar a dudas pensaría mucho mejor con mi estómago lleno me senté en un café de la zona y me pedí una crepe de cuatro quesos y un vaso de vino. Abrí el libro que debía analizar y continué la lectura en dónde la había dejado. Totalmente colmado en la mayoría de mis sentidos por el libro y la crepe, en un principio no noté las pequeñas gotas que empezaron a salpicar el cristal del bar. Tampoco reparé en que la fina lluvia describía un arco a menos de un metro del cristal y que ese espacio lo llenaba una chica. Pero no era una chica cualquiera. En un principio tan sólo capté, como en un segundo plano y fuera de foco, una chaqueta de lluvia roja y unos cabellos largos y castaños. Luego esa imagen fue cobrando nitidez hasta que mi vista tan sólo la enfocó a ella. Quizás en un principio ella ni siquiera reparó en mí ya que sus ojos parecían perdidos en algún punto del gran ventanal, mirando un cartel o el menú, quien sabe. Si hubiese pasado fugazmente a mi lado en un lugar cualquiera probablemente no me hubiese llamado la atención. Pero al estar allí, debajo de esa lluvia casi etérea, tan sólo unos instantes que para mí fueron más que suficientes para registrar su imagen en mi memoria, tuve tiempo de analizar cada detalle de su rostro. Podría haber bajado mi vista nuevamente hacia el libro o mirado hacia otro lado, pero no creo que lo hubiese conseguido. Y me quedé contemplando su nariz pequeña y perfecta y la gota de agua que describía una curva para detenerse en su punta respingada, sin decidirse a saltar. Sus labios parecían decir algo aún estando cerrados y sus ojos…esos ojos…maldito sea el momento en que decidí mirar en ellos porque me perdí. Esos ojos no miraban lo que todos podíamos fácilmente percibir. Esas pupilas se dilataban al leer el alma.
Comenzó a girarse para seguir su camino y entonces reparó en mí. Fugaz fue el instante en el que nuestras miradas se cruzaron pero tan sólo esa fracción de segundo fue suficiente para desnudarme. Me sentí como un guerrero al que de un solo golpe lo despojan de su espada y su escudo, hasta de su armadura.
Ella ya no estaba y yo aún seguía como petrificado contemplando como las gotas repiqueteaban en el cristal de la cafetería. Pagué mi cuenta y salí a la calle.
Unos cincuenta metros más adelante la calle Saint André des Arts describía una curva y alcancé a ver como la chaqueta roja desaparecía como si la pared que la había ocultado en realidad la hubiese absorbido. Sin dudarlo comencé a apretar el paso en esa dirección. ¿Que le diría, con mi pésimo francés, cuando la alcanzase? A pesar de haber mantenido un paso enérgico, cuando llegué al punto en dónde la había visto desaparecer me encuentro con que otra calle cortaba Saint André des Arts. Miré hacia uno y otro lado pero no veía a la chica. La busqué por las creperías que había por allí pero no tuve suerte, la había perdido. De todos modos no habría logrado demasiado de haberla alcanzado, acaso ni siquiera repararía en mí.
Seguí caminando mientras cavilaba acerca de las tonterías que uno llega a hacer obedeciendo a impulsos primarios, sin obtener resultado alguno más que hacer la mayoría de las veces el ridículo. El río sena apareció ante mí, cogiéndome casi por sorpresa. Caminé hasta el medio del Pont Neuf y me di cuenta de porqué se tenía a París por una de las ciudades más románticas. Las luces de la catedral de Notre Dame, situada al otro lado del río, se reflejaban en la superficie de este último; dando la sensación, por su quietud de espejo, de que surgían de las mismas aguas. Lejana pero inconfundible me llegó una melodía llorada por un acordeón. “Sous le ciel de París” era, de todas las sinfonías que había parido la ciudad gala, la que más me llegaba al corazón. Y seguramente cupido debía estar escondido por allí, en alguna parte, disparando sus dolorosas saetas, porque volví a verla. Caminaba a la vera del río con un andar ágil, casi felino. Sus largos cabellos castaños se arremolinaban en torno a sus hombros y la brisa veraniega apenas los movía, pero a mi me pareció que flotaban. “Ya van dos flechas en un mismo día” me dije mientras me dirigía a la escalera que me llevaba hacia el paseo al costado del río. Mientras bajaba rápidamente la escalera pude ver como ella se perdía debajo del Pont Neuf. Una vez abajo pude ver parejas de enamorados que caminaban abrazados en una otra u dirección. Escuché promesas de amor de gente para mí desconocida mientras a lo lejos aún percibía, aunque cada vez más débil, mi canción favorita. Pero a ella la había vuelto a perder de vista. Aunque quizás me equivocaba. Un leve perfume flotaba en el aire y no era la primera vez que lo sentía. Aquél aroma dulzón y especiado ya había sacudido mi olfato en Calella de Palafrugell y no podía olvidarlo tan fácilmente. Comencé a seguir ese rastro que parecía inconfundible aún entre otros miles de aromas. Pasé por debajo del puente y por un instante me sentí inmerso en una aventura de Ponson Du Terrail. Más adelante había una escalera que volvía a subir y no tuve otra elección que cogerla ya que por el paseo del Sena la chica del impermeable rojo no aparecía. Una vez arriba mi cabeza casi empieza a girar como la de un búho.  Puentes, calles, cafés…demasiadas posibilidades y ninguna pista clara. Lo mejor era abandonar esa persecución incoherente y centrarme en la tarea que venía a hacer. A unos metros delante de mío una librería aún tenía sus puertas abiertas. “Librería Shakespeare” rezaba la marquesina. Así que esa era la mítica librería Parisina en dónde…..  No se si fue mi memoria olfativa la que estaba jugando conmigo o aquel perfume realmente flotaba entre aquellos viejos libros. Como si me hubiesen enganchado de mis orificios nasales y me arrastrasen en puntillas de pies, comencé a moverme entre aquellos viejos pilares de papel hasta que me detuve en un rincón en donde las pilas y pilas de libros formaban un rincón tan cálido que parecía imposible no adentrarse en él. Allí el perfume era mucho más intenso. Ya no cabían dudas de que la misteriosa mujer de rojo había estado allí hacía unos minutos. De un rojo viejo y gastado eran también unos enormes y muy antiguos volúmenes que había allí. En su lomo, ya algo erosionados por los años puedo leer claramente: Rocambole o Les Drames de París. Mi corazón comenzó a latir más rápido. Algo me decía que mi búsqueda, que apenas había empezado, ya había llegado a su fin. El año de edición, la editorial, todo coincidía. Era con total seguridad la primera edición de las aventuras de Rocambole. En la primera página, en dónde un excelente grabado de la época describía una escena del libro, pude ver escrito con lápiz en la parte superior, el precio. “Dos volúmenes, 25 euros” ¿Dos? Me pregunté. Allí había tres. Algo no me cuadraba. Entonces veo un papel que asomaba entre las hojas del primer volumen y tiro de él. “Avenue Rachel, nº20, 20 de septiembre, 10:20 p.m.” Eso era mañana. Guardé el papel en el bolsillo de mi tejano, cogí los tres pesadísimos volúmenes y me dirigí a la caja. Le pregunté al dependiente, temiendo de antemano la respuesta, si la colección estaba completa.
-Vaya… ¡merde! Creo que he cometido una cagada…- dijo el vendedor, un muchacho joven y de aspecto simpático, poniendo una mano sobre los libros y otra sobre su cabeza-  Casualmente, hace unos minutos una chica entró y se llevó el último volumen de la saga. No debería habérselo vendido, lo siento.
-¿Por casualidad, recuerda como era la chica?
¡Como para olvidarlo! Aquí entran muchas chicas bonitas…pero esta tenía algo especial. A pesar de que entró y salió con la velocidad de un huracán, pude verla bastante bien.
-¿Llevaba un impermeable rojo?
-¡Ahhh!, os conocéis- me dijo a la vez que esbozaba una sonrisa pícara y me señalaba con su índice y continuó –pues entonces puede llegar a un acuerdo con ella con respecto al libro.
-Eso espero- contesté ladeando mi cabeza.
-¿Le puedo pedir sólo un favor?- me dijo mientras me cobraba y metía los libros en una resistente bolsa de tela.
-Si, por que no.
-Cuando la vea pregúntele que perfume lleva. Es que me gustaría regalárselo a mi novia.
-Ten por seguro que lo averiguaré.- le dije con total convicción, y me despedí de él.

Desde la ventana del hotel mi vista podía sobrevolar los tejados salpicados de antenas, que brillaban fantasmalmente iluminados por una enorme y casi redonda luna. Cerré el libro de Rocambole al que había estado ojeando (el placer de leerlo en su lengua original era bien diferente, aunque maldecía mis deficiencias con el idioma) y continué trabajando con el libro “Cocinando con los Lambianos”. Mientras elaboraba mi crítica agradecí una y otra vez el invaluable y cómodo soporte de las nuevas tecnologías. Creo que usé más veces la tecla “backspace” que la barra espaciadora en el desarrollo de mi tarea. Sin poderlo evitar, cada tanto ojeaba los trabajos de Albert Seagram a quien a cada relectura que hacía, más lo admiraba. Me parecía inconcebible que alguien con tanto talento sólo hubiese trabajado para esa revista. Aunque intentaba concentrarme en mi trabajo, la imagen de la enigmática chica de los largos cabellos castaños y ojos hipnóticos irrumpía con tanta fuerza en mi mente como su exótico perfume lo hizo en mi olfato.  Sin duda era ella quien había dejado esa nota en el libro. ¿Pero porqué razón ignota tenía que ir dirigido a mí?  ¿Cómo podía saber que yo precisamente buscaba aquella obra? La única manera de resolver aquél misterio era acudiendo a una cita a la que quizás ni siquiera estaba invitado. La curiosidad me carcomía el seso como las termitas a la madera.
Esa noche di muchas vueltas entre las sábanas antes de dormirme, pensando en todos los acontecimientos extraños que me había tocado vivir últimamente. Antes de que el interruptor de mi cerebro cambiara de fase me vi besando a la chica de rojo en uno de los puentes del Sena. Lamentablemente me dormí casi al instante, sin saber cual era la próxima escena.

Luego de un paseo por el Museo del Louvre en dónde sólo tuve tiempo de visitar las alas de Mespotamia y Egipto, una señorita de voz amable anunciaba por los altavoces que se acercaba la hora de cierre. Miré mi reloj y vi que faltaba poco más de un cuarto de hora para la cita. A la salida detuve el primer taxi que pasó por la puerta del museo y le indiqué mi destino al conductor.
-A la Avenue Rachel, número 20, por favor.
El conductor miró su reloj, frunció el ceño y me dijo, mientras me miraba por el espejo retrovisor:
-Pues si quiere visitar el cementerio de Montmartre deberá ir bastante más temprano, hace casi tres horas que ha cerrado.
“Vaya lugar para una cita” pensé y volví a sacar el papelito que tenía en el bolsillo de mi tejano. La dirección era correcta. 
-Está bien, déjeme allí de todos modos (razoné que obviamente me esperarían en la puerta)
Minutos después el taxi me dejaba en la acera de enfrente a la entrada del cementerio de Montmartre. Había llegado casi unos veinte minutos antes de lo previsto. Luego de un buen rato de dar vueltas en un metro cuadrado de superficie, temí seriamente el perforar la acera con mi repetitivo recorrido.  Miré mi reloj por enésima vez. La chica ya estaba llegando tarde y  yo me empezaba a sentir algo ridículo. ¿Y si no era a mí a quien esperaba? Ella bien podría haber dejado esa nota a algún enamorado suyo, apasionado lector de Rocambole. O más bien a algún amante secreto. Me inclinaba más por esta segunda opción. Volví a mirar mi reloj. Decididamente allí estaba perdiendo el tiempo, lo mejor que podía hacer era dar por perdido aquél tomo de Rocambole y seguir con mi búsqueda. Dedicaría el día siguiente a recorrer todas las librerías de París que me quedaban por visitar (que no eran pocas) y hacer algún breve paseo en el tiempo en que estas estuviesen cerradas. Podría volver al Louvre o bien visitar el cementerio que tenía delante. Haría esto último. Antes de emprender la retirada crucé la calle para ver los horarios de visita de la necrópolis. Un poco más abajo de los horarios había un pequeño mostrador y sobre él había un mapa o una guía de París que me llamó la atención. En el único espacio en blanco que le quedaba libre se podía leer claramente en letras escritas con trazo grueso “Entra”. Extrañado, cogí el mapa (que resultó ser un plano del cementerio de Montmartre y lo abrí. Con letras más pequeñas pero con el mismo trazo decía: “Por la puerta que está a la izquierda de la entrada principal”. En efecto, unos metros a la izquierda de la entrada principal había una puerta pequeña, que pude observar que estaba apenas abierta. Miré alrededor mío y al ver que estaba solo entré sin pensármelo más. Abrí el mapa y ya sin dudas comencé a recorrer con mi índice el listado de personajes famosos que allí descansaban hasta que di con el que estaba buscando. Pierre Alexis, Vizconde de Ponson Du Terrail, sector 18, número 1.  Una avenida flanqueada por arces, tilos y alerces se adentraba en la noche brumosa y oscura que hacía mi visita algo menos agradable. Caminé hasta una fuente en la que se erigía una escultura que aludía al mito de Eros y Tánatos, y pude observar que como indicaba en el mapa, detrás de ésta había una tumba, con su placa recordatoria y una lápida de granito gris. Salvo por algún cuervo que oía graznar por allí y por los insectos que pululaban sobre y bajo la tierra, no había nadie más vivo en aquella ciudad silente. Me pareció escuchar un susurro, pero quizás no fue más que el sonido del viento jugueteando entre las copas de los árboles porque allí no había nadie. No me esperaba que la tumba de Ponson du Terrail fuese tan sencilla. Lo más sensato era que me fuera del camposanto antes de que viniese algún vigilante, además comenzaba a sentirme algo inquieto. Aquél sitio no creaba a ambientación más agradable para dejar volar la imaginación, aunque debía reconocer que si lo era para concretar una cita con una mujer misteriosa. Cita de la que a medida que las agujas de mi reloj avanzaban comenzaba a dudar de su concreción. Pensativo, me arrodillé delante de la tumba del creador de Rocambole como para rendirle un silencioso homenaje a quien me regalara tantas noches de misterio y aventuras en mi niñez. Mientras cogía una hoja de alerce que descansaba sobre el frío granito sentí su perfume y pude comprobar que su voz era igual de hipnótica que el aroma que desprendía.
-Las hojas aún están verdes sobre la tumba. Hace poco que han caído.
Con el tallo de la hoja girando entre mis dedos me di vuelta lentamente, intentando disimular mi sobresalto. Me incorporé lentamente, giré mi rostro y me encontré frente a ella. Esta vez no había ningún cristal empañado por la lluvia ni puentes de por medio. Pero algo había en esos ojos que me desarmaba completamente. Intenté mantenerme firme aunque tenía la sensación de que mis rodillas me fallarían en cualquier momento y me desplomaría allí mismo, y más o menos lo conseguí o al menos ella hizo como que no lo notó.
-Y yo hace mucho que espero –contesté en un esfuerzo sobrehumano, y continué- lo que no comprendo es como y porqué…
Como respuesta me esbozó una media sonrisa enarcando una de sus cejas, a la vez que me extendía un paquete que llevaba debajo de su brazo.
Tuve que tomarme unos segundos más de los necesarios para responderle, no quería que mis palabras fueran tan sólo un simple balbuceo sin sentido. Sopesé el paquete como para confirmar que era lo que ya esperaba y la miré a los ojos. Algo etéreo pasó entre nosotros y en un casi imperceptible pestañeo lo leí en sus pupilas sin fin. En vano intenté descifrar aquel mensaje quizás involuntario y me limité a bucear en esos ojos, intentando entender el misterio que encerraban. Su boca volvió a trazar una media sonrisa (no supe con certeza si en realidad se burlaba de mí) y me dijo en un perfecto castellano al que inútilmente intenté clasificar por el acento
- Por lo menos esperaba que me lo agradecieras.
-  Mi gratitud es superada en estos momentos por una enorme curiosidad y una arrolladora confusión que espero que me aclares- le dije en un acto de arrojo
-¿No te es suficiente con tener en tus manos lo que buscabas? Puedes darte media vuelta y volver a Barcelona con el libro y con la satisfacción del trabajo bien hecho o puedes escoger una segunda opción, pero si lo haces sólo conseguirías complicarte la vida.
-Me encanta complicarme la vida, de hecho no la imagino de otra manera.- le contesté con una sonrisa- Quien no me deja elección alguna eres tu. ¿Si no por qué razón me has conducido hasta aquí? Está claro que conoces todos mis movimientos. ¿Quien eres? ¿Que interés tienes en este libro?- proseguí notando que le estaba diciendo una estupidez.
Se acercó lentamente pero ni siquiera noté que caminaba, se movía con la ligereza y el silencio de las hojas que caen de los árboles en otoño. Llevaba una boina ladeada ligeramente y del mismo color de sus labios, que comenzaron a abrirse lentamente. Inevitablemente me vi siguiendo el recorrido de esas terminaciones carnosas que se aproximaron hasta unos escasos centímetros de mí. Creo que mantuve más o menos bien mi entereza ante aquél embate y sostuve durante algunos segundos su mirada. Sus ojos no eran ni muy grandes ni de un azul profundo, pero se podía entrever en ellos la vastedad de un desierto o quizás la fuerza y el embrujo de un mar tormentoso o ambas cosas a la vez.
La distancia entre nosotros se redujo peligrosamente. Noté que ella era ligeramente más alta que yo. Pude contar cada una de las pecas que con tanta gracia salpicaban un rostro que aún estaba a varios pasos de los treinta, y no me pasó desapercibida ni la energía que brillaba en esos ojos ni aquel perfume que lograba hacerme nadar en un dulce mar de estupidez.
Iba a decirle algo aunque no sabía bien que. Un dedo se interpuso entre nosotros dos y se posó en mis labios como silenciando cualquier palabra innecesaria.
Esbozó una breve e indescifrable sonrisa y se dio media vuelta para desaparecer sin ni siquiera darme una palabra de despedida. La observé mientras se perdía entre los árboles que flanqueaban la avenida y  me quedé como un tonto, petrificado, mirando las hojas que se quedaron bailoteando en el suelo a su paso...