jueves, 18 de diciembre de 2008

Huellas en la arcilla. La vuelta a Uruk

Podría haber sido un espejismo. Las paredes encaladas brillando a la luz del sol y más allá el éufrates resplandeciente. Dándole vida a aquella ciudad que a cada paso de su caballo se iba acercando más y más, junto con tantos recuerdos. Pero el aire del desierto ya no se le antojaba tan reseco. El viento soplaba del sur trayendo con él la sal del mar, entremezclada con el perfume de las plantas de las riberas del Eufrates, el de la cerveza de las tabernas y el del pan ácimo recién horneado. Era el olor de Uruk,. Escrutó los rostros de sus acompañantes en la caravana y ninguno parecía inmutarse. Alguno comentó que visitaría las tabernas. Otro decía que se entregaría a las atenciones de las hieródulas del barrio de Kullab. Pero ninguno sintió como él la sangre bullir en su corazón. Sentía como si cientos de carros de batalla esperaran recibir la orden de cargar contra el enemigo.
Cuando vió el reflejo del sol sobre esas murallas, la imponente silueta del ziggurat de Ishtar sobresaliendo por detrás de las mismas, imponente y antiquísimo, ya no pudo resistirse más.
Quizás fue instintiva la reacción que lo impulsó a espolear a su caballo dejando atrás a la caravana. Su corazón latía tan fuerte como el de Gallu en su poderosa cabalgata.
Sus ojos también devoraban cada centímetro de polvo que recorría. Ni siquiera notaba sus lágrimas rodar por sus mejillas y volar hacia la tierra, su tierra.

La imponente silueta de su casa ya se adivinaba desde lejos. El barrio de Kullab, el antiguo y sagrado barrio en dónde los dioses caminaron alguna vez, en dónde Gilgamesh se paseó orgulloso luciendo su talla de semidiós, estaba tal cual lo recordaba. Ninurta el alfarero, con su rostro surcado por miles de arrugas pero con su arte intacto seguía moldeando las mejores cerámicas del país de los dos ríos. Más allá vió a Siduri, la siempre hosca tabernera arrojando a un borracho a la calle y a Zidurri el tahúr, que no había perdido su habilidad para el timo y seguía viviendo de la estupidez ajena. Nada parecía haber cambiado.
Sólo él. Todos lo miraban pasar, pero nadie parecía haberlo reconocido. ¿Tanto había cambiado en esos diez años?

Y allí estaba su casa. Dejó la montura de su caballo, se acercó a la entrada y recorrió la pared con sus manos. Estaba fresca. Sus manos se deslizaban por la cal desprendiendo pequeñas láminas que caían como blanca y fina lluvia, emblanqueciendo las palmas de un Lugalbanda niño. Y fue el adulto el que tembloroso se acercó a la enorme puerta de cedro y golpeó tres veces. Las paredes descascaradas y las plantas creciendo por las rajaduras de la misma le hicieron temer lo peor. Su fiel Nudimnud no había podido esperarlo y ya habría exhalado su último aliento.
Pero quizás no. Ese sonido inconfundible de metal contra metal que tantas veces había escuchado, la puerta entreabriéndose lentamente y el perfume de higos, cilantros y menta sacudiendo su olfato y su memoria.
Y el rostro del buen Nudimnud, surcado por tantas arrugas que ya era imposible contarlas, y sus manos callosas cogiendo su rostro para luego cerrarse detrás de su espalda en un abrazo tembloroso pero firme y las lágrimas, que rodaron por los ojos de ambos empapando las túnicas. Esas simples pero eternas cosas que pensó que jamás volvería a sentir y que conformaban su mundo…

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